Rosanía y los gónsolos
¿Cuándo inició el acoso de los gónsolos? Rosanía se lo pregunta siempre, se lo ha preguntado infinidad de veces, pero a ciencia cierta no puede responder. Pudo ser ayer, puede que fuera hace veinte años, puede que no ocurra jamás, aunque esto último es improbable que suceda. Pues aunque los gónsolos, en sentido estricto, nunca la hayan atacado, su acoso es real y antiguo como la muerte, y como la muerte misma, podría decirse que la anteceden. La anteceden, sí, los malditos gónsolos, pues cuando piensa en ella, cuando se dice a secas: “Soy Rosanía, la de la llanura”, o “Soy la flaca Rosanía”, o “Soy Rosanía, la de las muchas pecas en la cara y en la espalda”, o “Soy Rosanía y no sé quién soy, o qué, pero aquí estoy para servirle a usted y a su familia”... En fin, cuando dice estas cosas, o las piensa, o las siente, Rosanía evoca siempre a los gónsolos, como si esos bichos viscosos, repugnantes y escurridizos estuvieran ligados a ella, como si habitaran sus tripas o cavernas, o como si fueran su lado más oscuro y le pertenecieran.
¿Quiénes son los gónsolos? Rosanía lo ignora tanto como ignora quién es ella (salvo –claro–, que se limitara a decir: “Soy Rosanía, la que detesta (¿y teme?) a los gónsolos.” “¿Y quiénes son los gónsolos?”, preguntaría uno entonces, razonablemente. Y ella no podría más que responder: “Aquellos a quienes detesto (¿y temo?)”. Pero hacer esto sería una trampa, y aunque Rosanía no sepa de filosofía, se daría perfecta cuenta de ello, y por eso se limita a admitir que ignora quiénes son.
Asunto muy diferente es dilucidar si Rosanía teme a los gónsolos. ¿Les teme? Sí. ¿Les teme? No. Los detesta y los odia y les teme, es verdad. Pero, al mismo tiempo, admite que temería incluso más su inexistencia. ¿Quién llenaría el vacío de los gónsolos, de no existir ellos? Sin duda seres aún peores –más horribles, más amenazantes y vulgares–: entidades malignas que ni siquiera osa imaginar.
Con los gónsolos es distinto... A fuerza de convivir con ellos ha terminado por conocerlos: babas viscosas, lenguas funestas que llamean desde lo hondo. Los conoce. Los detesta. Les teme, sí, claro que les teme. Pero más temería su inexistencia, pues ese vacío, ese espacio de precipicio, sería habitado por otras entidades, sin duda más amenazantes y malignas.
Menudo dilema el de Rosanía: dilucidar quién es ella y quiénes son los gónsolos. Peor aún: entrever –con horror– que ella y los gónsolos son una y la misma cosa, o al menos que ninguno podría existir sin el otro. “¿Quién soy yo? ¿El reverso de un gónsolo?”, medita Rosanía a veces, en sus horas extremas, cuando la desolación la abate. Y desde su interior, un gónsolo sombrío responde: “No: yo soy un eco de Rosanía, su reverso insomne...”
Los dos tienen razón. Ninguno la tiene. Pues Rosanía es algo más que el reverso de un gónsolo, y estos, a su vez, son algo más que meros ecos de ella. Pero la diferencia es sutil, y en las horas de insomnio o desánimo, a cualquiera se le escapan los detalles. Peor aún, abominamos de ellos: uno quisiera aferrarse a lo obvio, a lo simple, lo brutal –mejor si cruel y despiadado–, como si con ello quisiera castigar ¿a quién?, redimirse ¿de qué?
En las horas malas la sutileza se vuelve enemiga, le escupimos a la cara con sarcasmo: “¡maldita puta vieja, no vengás a confundirme ahora, dejame hartar mi mierda en paz, hundirme en esta desolación que solo es mía!”
Peor para nosotros, pues la naturaleza –o como prefieren llamarla otros: la realidad– es sutil, nos guste o no...
¿Puede pensarse en algo más delicado que el plumaje de un colibrí o las tonalidades de un atardecer? Ahí vemos que no existen cortes brutales, sino más bien traslapes, superposiciones, sutiles deslizamientos donde de manera casi imperceptible algo se convierte en lo otro...
Lo mismo ocurre con Rosanía y los gónsolos: sus territorios se confunden y se superponen, aunque los separe un abismo. Pues ese precipicio lo crearon ellos y les pertenece en su totalidad.
Y así pasa su vida: escabulléndose de los gónsolos, buscándose en ellos, como si Rosanía supiera –y lo sabe– que sus destinos están unidos, aunque no sepa bien desde cuándo ni cómo ni por qué motivo.
RODRIGO SOTO (San José, 1962). Escritor, guionista y productor audiovisual. Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica, y escritura de guiones cinematográficos en Cuba y Madrid. En 1983 publicó su primer libro de cuentos, "Mitomanías", con el que obtuvo el Premio Nacional de Cuento "Aquileo J. Echeverría". En este mismo género publicó después "Dicen que los monos éramos felices" (1996) -finalista en el Premio Literario "Casa de las Americas" 1992-, y "Floraciones y Desfloraciones" (2006), también ganador del Premio "Aquileo Echeverría" de ese año. La Editorial Costa Rica publicó en 2007 una selección de su obra cuentística, bajo el título de "Volar como Ángel".
Su obra narrativa incluye también las novelas "La Estrategia de la Araña" (1985), "Mundicia" (1992) y "El Nudo" (2004) y las novelas cortas "La Torre Abolida" (1994) y "Figuras en el Espejo" (2001) y “Las sombras de Lisandro” (2011). En España, la Editorial Periférica publicó sus novelas cortas "Gina" (2005), y "El Nudo" (2011).
En poesía publicó tres libros: "La Muerte lleva anteojos", en 1992, "Damocles y otros poemas", en 2003 y “El laberinto encendido” (2010).
Publicó también un libro de ensayos bajo el título de “Pingüinos, camellos y ornitorrincos” (2010) y un libro de gráfica y literatura, a cuatro manos con el pintor y grafista costarricense Félix Arburola.
Ha sido incluido en numerosas antologías de cuento, tanto en Costa Rica como en el extranjero, entre las que destacan la célebre "McOndo" (Mondadori) y "Líneas Aéreas" (Lengua de Trapo).
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