Con “La colina de los niños”,
Germán Hernández nos ofrece un cuentario sólido, en tiempos que creemos flacos
para el cuento nacional. Su logro se caracteriza por la habilidad narrativa, la
sencillez del lenguaje y la inmediatez de las historias. Aquí tenemos desde
amores frustrados por la falta de convicción para luchar por el afecto, pasando
por la primera eyaculación de un fulano cualquiera en un ambiente oníricamente
febril, para desembocar en piezas casi mínimas, intencionadamente dedicadas a
seres queridos, bajo el pretexto de la amistad o, al menos, de la cercanía;
afinidades electivas, como alguien más ya lo dijo con toda propiedad.
La frase honesta, llana, sentida,
caracteriza la prosa de Hernández, quien bajo esa honestidad logra
construcciones hermosas pero terribles, como aquella del agente de ventas que
improvisa un affaire al recoger a una muchacha desequilibrada del borde de la
carretera:
“Luego me alejé con la esperanza de que me odiaría al despertar”.
Un acierto más lo constituye el
hecho de la jerga local, usada con tino y cuidado. ¿A qué me refiero? Pues al
simple hecho de que Germán utiliza aquellas palabras que integran nuestro
lenguaje cotidiano –ese que hablamos todos los días, al dejar de lado las
apariencias– pero sin por ello caer en una apología de la pachucada, ni en un
ánimo de ligereza. Es muy estimulante, leer las cuitas de personajes ticos, que
hablan como ticos. A manera de ejemplo, el lector podrá referenciarse con el
relato “Soledades”:
Gustavo Arroyo |
“Pero mae, no se ponga a jetiar ni se quede mirando su dulce mirada
ni el brillo sonámbulo de sus ojos bajo la luna, porque no vinimos por ella,
vinimos por su carne, vea la jugada y después no se queje, yo le dije que
viniera armado porque usté no sabe cómo son los maiceros de aquí, es como
quitarles una hija, por eso la vara del taxi no nos funcionó la otra vez…”.
Y en una demostración de su
oficio, el autor pasa de este manejo de la jerigonza, a relatos profundos y
soberbiamente logrados, como el que cierra el cuentario, en el cual, el juego
de corte íntimo y surrealista, nos lleva a un episodio manejado al mejor estilo
de un Paul Auster; un cuento cuyo final deja al lector con el ácido de la
pregunta en el cielo de la boca; que se termina bruscamente, pero destilando
elegancia.
Desde el semen y la orina, a
través de libros robados y vacas introducidas en microbuses de servicio
escolar, Germán nos “condena para siempre a un lugar terrible, desconocido e
incierto” y que, justo por eso, es un buen lugar.
Gustavo Arroyo, enero
2016.
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