Letal diferido
Esta ciudad es fuerte. Puedo sentir la fricción entre las personas que caminan por el boulevard; energía acumulándose con el roce sin descargo aparente. Los que esperan en cambio de luz en la esquina están nerviosos, sujetan sus bolsos y sus niños con puños cerrados. Un auto pasa a exceso de velocidad, rozando los espejos laterales de los peatones, y viene a detenerse al principio de la fila. Es una provocación deliberada, el conductor pidiendo a gritos una golpiza. Con las manos en los bolsillos de mi chamarra de cuero, miro a lo largo y lo ancho de la avenida, midiendo los vectores de la presencia de Timur.
No me cuesta encontrarlo: sé que pasó hace poco por los mismos lugares que estoy recorriendo; quizás dos o tres días. Camino sobre sus pasos. Las palomas saben quién soy, se desbandan antes de que mis botas toquen los adoquines de la plaza. El repentino tronar de decenas de alas y la nube gris que se eleva entre picos duros y ojos redondos asustan a los niños. Incluso los adultos levantan la vista, sorprendidos. Nadie nota mi paso por el espacio vacío bajo las aves.
Atravieso entre un caos furioso de automóviles y autobuses y una parte de mi no puede dejar de imaginar cómo sería si estuviéramos todos aquí. Extraño la camaradería de aquellos días, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Me reúno con Gam de vez en cuando y he hablado con Adja y con Timur por separado, pero éste va a ser mi último intento de resolver las diferencias que nos separan.
En una acera me detengo y miro al otro lado de la calle. Una extraña construcción ocupa la esquina: una casa de dos pisos, perfectamente cúbica y con un recubrimiento de piedra en torno a la planta baja. La piedra ha sido labrada en patrones arábigos y delinea una serie de arcos punteados y plantas abstractas. Por hábito profesional, me pregunto qué tan difícil sería hacerlos arder, calculo que mi hacha podría acabar limpiamente con ellos.
Últimamente me ha dado por soñar despierto con estas cosas, cuando antes las experimentábamos de primera mano. Mentiría si dijera que no extraño el gozo de la caza y la destrucción. Me viene a la mente una pequeña aldea en Perea que arrasamos en dos pasadas. Cuando no quedaba nadie en pie detuvimos nuestros caballos y observamos mientras las llamas consumían lo que sobraba. Gam saltaba y aullaba frente al fuego. Su sombra fría danzaba sobre nosotros y recuerdo que nos quedamos ahí hasta que el incendio pasó de llamas a cenizas y una columna de humo y chispas se levantó sobre el desierto. Entonces Timur levantó su espada, opaca de sangre y profirió nuestro grito de batalla. Nos esperaba una jornada de dos días, contra tiempo, para alcanzar nuestro siguiente objetivo, la verdadera razón por la que habíamos venido a esta parte del mundo.
Pasaba la media noche cuando encontramos el flanco de una caravana beduina. Los vigías que nos vieron desde cierta distancia debieron levantar una plegaria. Era difícil, aún en lo más oscuro de la noche, no ver los cuatro caballos con armaduras de metal y cuero, el mío con un cuerno de bronce en la frente, el de Adja con una serie de colmillos serrados, todos con garras en los cascos. Debimos levantar el pánico más primario en sus corazones pero, sabiendo quienes éramos, nos recibieron con la misma hospitalidad que se le ofrece a cualquier viajero en el desierto. Esa noche bebimos de su vino y bailamos al son de su música. Con el sonido de tambores al fondo, yo comencé un canto memorial, contando hazañas de batallas antiguas. Había algo en el aire y al otro lado del fuego Timur y Adja se besaron.
Mis ojos los siguieron cuando se levantaron de la mano y desaparecieron en las sombras, fuera del rano de los fuegos de la caravana.
Al principio no le di importancia, ni me pareció necesario comentarlo con Gam. Timur, Gam y yo habíamos montado con Adja desde siempre y en el fondo todos nos sentíamos atraídos por ella. No de una forma romántica, más como con una atracción primordial entre la destrucción, el hambre, la peste y la muerte. El hecho de que Timur resultara favorecido, pensé en aquel entonces, fue puramente circunstancial.
Poco antes del amanecer montamos de nuevo, siguiendo los portentos que anunciaban el lugar y el momento en donde ejecutaríamos nuestra siguiente intervención. El viaje comenzó mal, con Timur haciendo lo posible para mantener la distancia y Adja sumida en un profundo silencio, cabalgando con la vista fija en la espalda de él. Gam, que de todos nosotros es el mas sensible a estas cosas, intentó aliviar la situación hablando con ella, pero Adja lo ignoró durante horas y finalmente adelantó su caballo junto al de Timur. Yo permanecí atrás y no pude escuchar las palabras que intercambiaron. Sólo vi el movimiento suave de los labios de ella y presentí la respuesta cortante de él. Y de pronto el caballo rojo de Timur volteó su cabeza e intentó morder el cuello inmaculado del caballo de ella. Aún antes de que yo pudiera gritar una advertencia, Adja desenvainó su espada y golpeó a Timur en el hombro con la empuñadura. Delante de mí, Gam soltó una exclamación de sorpresa y los dos vimos con desconcierto como el caballo rojo y el caballo blanco partieron al galope, volteando surcos monumentales en la tierra dura del desierto.
Creo que Gam y yo seguimos desconcertados hasta el día de hoy. Gam era una imagen demoníaca de la sorpresa cuando me miró y estoy seguro de que su expresión era un reflejo de la mía. Nos tomó unos segundos iniciar la persecución y para entonces Adja y Timur habían llevado el asunto a los golpes. Los reflejos de sus espadas bajo el sol nos deslumbraba, haciendo difícil el avance. No fue hasta bien entrada la mañana que los alcanzamos, en el punto donde habían desmontado finalmente para gritarse a la cara. Sus caballos se habían detenido más allá y Gam y yo fuimos a buscarlos en consternado silencio. Cuando regresamos, el pleito había terminado, pero la batalla apenas comenzaba.
Timur y Adja volvieron a montar y el resto del día cabalgamos sin cruzar palabra. Timur nos guiaba a paso redoblado pero aún así, al caer la tarde íbamos irremediablemente retrasados. Los caballos estaban nerviosos y se sobresaltaban de cuando en cuando en respuesta a nuestros pensamientos. Yo le había gritado a Adja y a Timur y ahora viajaban en lados opuestos del grupo, avergonzados y resentidos por partes iguales. En medio del silencio, Gam y yo mirábamos al sol y confirmábamos cada vez nuestra certeza de que no alcanzaríamos nuestro destino a tiempo.
Al final, cuando ya era obvio que no íbamos a llegar, yo simplemente me detuve. Los otros también comprendieron la magnitud de nuestro fracaso y levantaron la vista al cielo, a las nubes color sangre que se levantaban sobre nosotros. En ese momento el día se convirtió en noche y la tierra tembló bajo los cascos de metal de nuestros caballos. Yo miré hacia el oeste, donde en ese instante moría un hombre en la cruz y marcaba el final de una Era. No se levantaron columnas de fuego en el horizonte para marcar la ocasión, no se vio el relámpago blanco que abriría los cielos, señalando el principio del fin. Ese era nuestro trabajo y, por primera vez desde el inicio de los tiempos, habíamos fallado.
El temblor pasó, los coágulos de nubes se disolvieron y los cuatro nos quedamos inmóviles donde nos encontrábamos. El horror que sentí fue como una sensación de escorpión sobre la piel, algo nefasto y letal. A mis espaldas, Gam hizo retroceder a su caballo amarillo, le dio vuelta y se marchó al galope. Bajo mi propio cuerpo yo pude sentir la respiración rápida y frustrada de mi caballo azabache, que exhaló una nube densa y concentrada de humo negro. Él sabía también que estaba fuera de lugar, quizás incluso presentía las consecuencias. Mi guante de cuero crujió sobre las riendas cuando volteé mi caballo y enfrenté a Adja y a Timur. No encontré palabras capaces de darle forma a la ira que sentía contra ellos en ese momento y tuve que contentarme con un ultimátum vacío.
“Más les vale”, les dije, “que esto esté resuelto para la próxima vez.”
No volví a verlos en cuatrocientos años. Volveríamos a encontrarnos en la cima de una colina verde, cada uno llamado de sus preocupaciones por un instinto infalible.
Cuando llegué, los otros tres caballos esperaban ya, mirando a los ejércitos que se reunían abajo. Ocupé mi lugar entre Timur y Gam, le dirigí una ligera reverencia a Adja.
“¿Está todo bien?”
Adja levantó la espada que estaba limpiando y examinó la hoja ligera con ojo crítico.
“Timur”, dijo fríamente, “decidió dejar de hablarme para que yo entienda que no hay nada entre nosotros.” Hizo un tajo rápido en el aire con el metal y la vibración permaneció suspendida entre él y ella. “Yo hubiera preferido que me hablara claro, pero entendí el mensaje igual. Al fin de cuentas, la brutalidad es nuestro trabajo.”
La sonrisa que me dio entonces me congeló la sangre. No en vano es su mano blanca la que abre las puertas de la muerte en este mundo. Ese día hicimos nuestro trabajo con renovada dedicación y después de la batalla, y durante doscientos años, permanecimos en el norte de Europa. Usábamos sabuesos blancos para la caza y cazamos hasta llevar a una civilización entera al borde de la extinción. En la mitología de las generaciones siguientes pasamos a ser un terror nocturno, una cacería salvaje que anunciaba su llegada con un escalofrío en la espalda e irrumpía en la campiña invernal con un clamor de guerra.
Fue quizás el último de los buenos tiempos, por lo menos hasta donde van las cosas. El 31 de diciembre del año 999 Adja, Gam y yo esperamos al borde del mundo, con nuestros caballos bailoteando inquietos bajo nosotros y el tiempo corriendo en cuenta regresiva hacia el final, luego pasando de largo y continuando en su marcha hacia un nuevo principio. Timur nunca apareció.
Más tarde él y Gam se encontrarían en la Ciudad Reina y él diría secamente que aquel día había tenido mejores cosas que hacer. En todo caso, nuestros planes tuvieron que retrasarse un milenio más.
El fin del mundo, sin el jinete de la guerra para orquestarlo, no es más que un ensayo final.
Durante las décadas que siguieron, y poseído por una ira ciega, yo buscaría a Timur entre las ruinas de lo que había sido el Magno Imperio Romano. Pasaría de noche entre los pueblos bárbaros y miserables y sus habitantes humildes invocarían el nombre de Dios y cerrarían sus ventanas a mi paso. Algunas veces, hombres temerosos me dirían que lo habían visto de lejos, o habían sentido el aliento paralizante de su caballo contra sus cuellos en una noche oscura. Otras veces su rastro desaparecía y entonces, durante meses, yo tocaría con mi mano negra cada caserío miserable que pasaba. Finalmente, cuando ya mi rabia había pasado a ser poco más que un resentimiento dolido, fue Timur quien apareció a mi lado durante una quema de cadáveres contaminados en Ellora.
¿Dónde está Adja? ¿Qué está haciendo? ¿Está viendo a alguien?
Me gustaría decir que me hizo todas estas preguntas de una forma directa y al grano, pero el amor elimina, junto con la capacidad de reacción, cualquier posibilidad de razonamiento lineal. Durante esos pocos días que pasamos juntos, mi viejo amigo Timur fue una molestia y un manojo de manías nerviosas. Cuando finalmente tuvo que partir, me dio tristeza darme cuenta de que me sentía aliviado.
Poco después Gam y yo comenzamos a preocuparnos seriamente por la magnitud problema. Habíamos fallado dos veces ya en un milenio y las consecuencias comenzaban a notarse en el dramático crecimiento de población, en la acumulación de errores. Aún con las frecuentes oleadas de peste y hambre que pastoreábamos periódicamente alrededor del planeta era obvio que la situación bordeaba en el caos. Para colmo, en las partes más civilizadas, como las ciudades de China, Japón y la India, el caballo amarillo de Gam desorbitaba los ojos y lanzaba las orejas para atrás, negándose de plano a poner pie en las calles asfaltadas y sobrepobladas. En esas zonas trabajábamos a pie, caminando paralelos entre las multitudes y plantando como detonadores las semillas de la desesperación. Era, aún en el mejor de los casos, una forma lenta de trabajar y una débil medida de contención.
A mediados de la Edad Media, un profesor de teología de mirada intensa y convicciones firmes, acusó al Papa de hereje y la Santa Iglesia se dividió en dos. Al enterarnos de la noticia Gam y yo partimos en direcciones opuestas, dispuestos a rogar, mentir o amenazar, a hacer cualquier cosa que sirviera para reunir a Timur y Adja con nosotros por el tiempo necesario.
En la Europa medieval, el rastro de Adja era fácil de encontrar. En poco tiempo logré que me recibiera y seguí el eco de mis propios pasos en un palacio, vigilado por mosaicos de ángeles que miraban boquiabiertos desde las paredes. El sol de la mañana entraba a raudales por las ventanas y el olor putrefacto de los canales ascendía conmigo como una fuerza invasora. Esto era la sublime corrupción de Venecia y aquí encontré a Adja, yaciendo sobre cojines dorados en su dormitorio y esperando mi llegada.
Apenas me sonrió cuando descansé mi hacha sobre los mosaicos del suelo.
“La Santa Iglesia Católica acaba de partirse en dos”, le informé.
Ella se encogió de hombros, un gesto tan femenino y tan inusual que despertó una alarma en mi cabeza.
“No es mi problema”, dijo.
“Es un momento para que actuemos”, insistí.
Ella repitió su gesto de indiferencia.
“No voy a donde no me quieren”, dijo.
Yo me apoyé en el hacha porque necesitaba tiempo para pensar. No que me sorprendiera la respuesta, pero había algo en ella, un cambio. Una actitud casi humana.
“¿Qué tal es eso que estás sintiendo?” le pregunté.
Ella se sentó en la cama y, para mi espanto, abrazó uno de los cojines.
“Okham”, me dijo, “no sé si el lo mejor o lo peor que me ha pasado.”
No supe qué decir. No podía imaginar un antídoto. Es decir, incluso si hubiera podido convencerla o forzarla, una vez que ella y Tinur estuvieran juntos, esta alquimia nerviosa entre ellos actuaría de nuevo, con consecuencias impredecibles. Quizás en este caso era mejor mantenerlos alejados. Levanté mi hacha, me la puse al hombro y salí por donde había venido.
Una semana después me reuní con Gam en un cementerio en las afueras de París. Nos encontramos cara a cara frente una cripta familiar e intercambiamos siete palabras.
“Timur no va a venir”, dijo Gam.
“Lo sé”, dije yo.
No encontré cómo explicarle lo que había visto en Adja, pero sospecho, por la expresión que llevaba, que Gam lo había visto también en Timur porque nos quedamos mucho tiempo ahí, caminando entre las tumbas. Es curioso, como en toda una eternidad no habíamos encontrado un rival a nuestra altura y de pronto Gam y yo contemplábamos la destrucción de nuestro pequeño batallón desde adentro.
“¿Te parece que esto es el miedo?” preguntó Gam.
Unos siglos después le envié un halcón a Adja y otro a Timur, advirtiéndoles que la fecha para la siguiente destrucción del mundo sería el 31 de diciembre de 1999 y que las consecuencias, si en alguna manera volvían a fallar, serían inmediatas y dramáticas.
Los cien años que precedieron la fecha estuvieron cargados de medidas de contención y preparativos. Hubo guerras y hambrunas que orquestar, portentos, la instalación minuciosa de la red de causas que multiplicarían los efectos de nuestras acciones. Adja y Timur jugaban juegos imperceptibles de rechazos y contra rechazos entre sí, pero en general participaban con la misma precisión con que se habían involucrado siempre. Sin embargo estos juegos comenzaban a pesar dentro del grupo y la misma calma con que llevaban a cabo sus estrategias era como una presión constante sobre mis hombros. Sé que Gam no descansaba tampoco, anticipando el siguiente estallido.
Pero a medida que se acercaba la fecha no hubo pleitos ni argumentos. Adja y Timur simplemente se ignoraban, excepto cuando uno estaba buscando al otro. Timur había abandonado los harenes africanos donde había pasado la mayor parte del milenio, pero prefería dejar que las cosas siguieran su curso antes que tomar una acción que pudiera indicarle a Adja que estaba interesado. Adja simplemente sorteaba cualquier comentario referente a relaciones u hombres en general.
Así que el 31 de diciembre de 1999 nos reunimos los cuatro al borde del mundo, como habíamos hecho en incontables ocasiones. Gam no decía nada pero llevaba una sonrisa de lado a lado de su cara demacrada. Yo me compenetraba con la respiración de fuego de mi caballo, exaltándome con la anticipación de la cacería. Este era nuestro trabajo, lo que justificaba nuestra existencia. Y entonces el caballo blanco de Adja se adelantó despacio, dio vuelta y nos contempló a todos con sus ojos rojos.
“No quiero hacer esto más”, dijo Adja, “lo siento.”
Y con esto se marchó.
Yo empuñé mis riendas pero Gam me detuvo con una mano en el brazo. Timur levantó la barbilla, temblando de indignación, giró su caballo y desapareció en dirección al mundo. Gam pasó los días que siguieron conmigo, tratando de evitar que me lastimara en mi ira homicida y finalmente consiguió atarme en una cueva bajo los fiordos congelados del norte. Mucho tiempo después, cuando supuso que yo estaría más tranquilo, volvió por mi.
Esta vez, me ha prometido, encontraremos una solución por las buenas o por las malas. El año 2012 está a la vuelta de la esquina, con toda su carga de profecías mayas, chinas y egipcias. No hemos tenido una oportunidad igual en mil años.
Timur sabe lo que viene. Ha elegido el campo de batalla en esta ciudad y las calles y el tránsito hierven con su presencia. Siente mi presencia aún antes de que yo cruce Lacalle para llamar a su puerta. Cuando abre y me mira desde el otro lado de la calle, una parte de mí juega con la idea de un enfrentamiento. ¿Cómo sería, el jinete de la destrucción contra el de la guerra? Pero no tengo deseos de levantarme contra mi hermano y sospecho que los resultados serían redundantes.
Cruzo la calle. Dos mensajeros en moto me maldicen a máxima velocidad, les respondo con un murmullo. Tres semáforos más allá uno de ellos sufrirá una falla mecánica y el otro resbalará en el pavimento intentando esquivarlo. Timur me espera con incertidumbre. No sabe qué voy a hacer. Al ver mi sonrisa sonríe también. Nos tomamos del antebrazo, saludo vikingo, y nos damos una palmada en la espalda, chocando hombros.
“¿Qué crees que pase si dejamos de cumplir nuestra función?”, le pregunto, “¿Vendrá algún dios a reclamarnos, volveremos al lugar de dónde venimos?”
Timur parece sorprendido. Nunca se lo ha preguntado. Ciertamente nunca esperó que se lo preguntara yo. Pero realmente me intriga la respuesta.
“Conocí a un monje budista de Mongolia que me ha invitado a meditar sobre esto” le digo, “Encuéntrenme si tu y Adja finalmente se ponen de acuerdo…
Y Timur, sabes que no puedes quedarte aquí si aprecias esta ciudad. Te la vas a traer abajo, como Adja se está trayendo abajo a Venecia, como arrasaste con la Gran Ciudad.”
Lo dejo con la idea, sabiendo que la incomodidad germinará dentro de él sin dejarle descanso. Quien sabe, tal vez al final sean él y Adja quienes vengan por mí, a estas alturas no me importa. Tengo mejores cosas que hacer.
Jessica Clark. 1969. Ha escrito profesionalmente para agencias de publicidad, programas de televisión y la Embajada de Costa Rica en Washington, DC.
Tiene una Maestría en Literatura Inglesa pero prefiere leer libros con colores primarios en la portada. Sus principales influencias son los cómics, la música de los 80 y series de televisión muy, muy viejas. Ha publicado la novela Telémaco (ciencia-ficción), la novela corta paranormal Diagonal y el libro de cuentos Los Salvajes. Un gran número de sus cuentos ha sido publicado en colecciones dentro y fuera de Costa Rica. Sus temas principales son ciencia, historia y lo paranormal.
También, su trabajo ha sido recogido en Cuentos del Paraíso Desconocido. España 2008. En Historias de nunca acabar, Antología del nuevo cuento costarricense. 2009. En la Antología Posibles Futuros, Cuentos de ciencia ficción, EUNED. 2009
Cuentos Publicados:
Lazán [F5, Reset de la Literatura Latinoamericana, Ed. Piedra Santa, Guatemala], 2010 Alfaro para Cacique [Factótum, revista en línea], 2010
Frente Frío [Posibles Futuros, Ed. EUNED], 2010
Memo Personal [Cuentos de Nunca Acabar, Ed. Lanzallamas], 2010
Ricochet. Cuento. Revista Materika, online, 2009
La Enfermedad Del Chacal, Había una Vez un Derecho, Antología de Derechos Humanos de la Defensoría de los Habitantes, 2009
Memo Personal, [Cuentos de Nunca Acabar, 2009] / [Historias del Paraíso Perdido, Ed. Alcaldía de Cádiz, España, 2008] / [La Libreta, revista, 2006]
Mandelbrot. [Paraescrituras: Ensayos Y Guiones, Centro de Cooperación Española, 2005]
Cuentos por publicar:
Paranormal.org [Akelarre, Ed. Club de Libros], colección de cuentos de error de escritoras costarricenses
Bajagua [Objeto No Identificado, Ed.UNED], antología de ciencia ficción
Alfaro para Cacique [Factótum, revista en línea];
Mantiene un sitio web personal: http://jessica.bocamonte.cr/
Descargue la versión en PDF: Letal diferido - Jéssica Clark
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He aquí a la narradora más talentosa de la literatura costarricense (e incluyo a hombres y mujeres en mi apreciación). Qué dicha que semejante artista haya decidido compartir uno de sus fabulosos cuentos.
ResponderEliminarCoincidimos plenamente Guillermo, Jessica es una de las escritoras más valiosas de nuestra narrativa, su estilo es fresco, agil y cosmopolita, dejémonos sorprendernos con su obra presente y futura
ResponderEliminarCreí que iba a poder leerlo de un tirón y he de salir porque me llaman a algo importante. Dejo esta nota de agradecimiento y volveré.
ResponderEliminarGracias por su visita don William, y no olvide que puede descargar el texto completo e imprimirlo para mayor comidid...
ResponderEliminarSaludos
Concuerdo con los comentarios de arriba. Jessica es un hito en la narrativa actual costarricense.
ResponderEliminarRespecto al relato, lo comencé a leer y me cautivo de inmediato hasta el final.
Bello. Fluido. Novedoso. Estos personajes míticos son difíciles de trabajar. El detalle del 2012 me pareció un levemente trivial, pero bueno, de ese tipo de pensamiento mágico está hecha la mitología.
ResponderEliminarQue gusto tenerte por aquí Alex.
ResponderEliminarTienes razón sobre lo del 2012, habría que pensar cómo se lo tomará el lector después de ese año...
Algo que la narradora puede considerar más adelante.
Un abrazo!!!
Correcto, pero ¡qué bicha! Cada día mejor.
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