En el gravado más famoso de Goya aparece un tipo dormido rodeado de criaturas nocturnas. Abajo, una inscripción: El sueño de la razón produce monstruos.
Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente.
Julio Cortázar, El Río.
Comenzó a soñar con ella cuando todavía estaba con K. Reprimía las sensaciones porque, hasta en sueños, sentía la urgencia de la fidelidad. Creía firmemente que con K. sería “hasta que la muerte nos separe”. Por eso, ni en sueños aceptaba otro cuerpo. Y es que si de algo estaba seguro era de que ese bulto que se apretaba contra él en la cama, aunque era definitivamente humano, definitivamente femenino, definitivamente no era K.
Nunca hubo imágenes. Comenzaba con una sensación mientras dormía. Un bulto le crecía en el costado izquierdo, contra las costillas. No llegaba a ser molesto, solo aplicaba una ligera presión, como para hacerse notar. El bulto crecía, se revelaba poco a poco, independizándose, hasta convertirse en la certeza de que un cuerpo extraño se acercaba todo lo posible. Hasta entonces la conciencia no lo había recuperado del todo, pero la noción de que no estaba solo en la cama terminó por despabilarlo. Alguien se había acurrucado sobre su pecho y su propio brazo izquierdo rodeaba la espalda ajena. Sentía un leve olor a morado, a violeta, tal vez (nunca he olido una violeta, creo que él tampoco, pero el olor parecía morado). La primera vez se asustó y abrió los ojos de inmediato. A su izquierda no había nada más que la cobija hecha arrugas. Entonces lo había soñado. Había soñado una presencia tangible, pero lo que más lo impresionó fue la claridad con que sintió el olor. Pensó que tal vez el olor de K. se habría quedado amarrado a la almohada. Consumió la cara entre la funda y en efecto el olor de K. estaba ahí, pero no era morado. Era verde muy claro, como los ojos de K. Se pasó la mano por la cara y miró a su alrededor. La luna dializaba a través de la ventana. El cuarto, como siempre, muy tele y ropero pero más biblioteca y computadora, discos, zapatos estacionados y la guitarra muda bien cerca de la cama, como para dormir acompañado. Nada anormal.
Se volvió a dormir. Unas noches después, todavía era novio de K., otra vez el bulto en el costado. Se dio cuenta desde el principio, cuando era solo una presión ingenua en las costillas. Curioso, la dejó terminar de gestarse. Se sintió como un feto gemelo en un útero de oscuridad (o en la oscuridad de un útero) que esperara a que su hermana se concretara. Percibió el olor morado, ahora tan fuerte que lo gustó también con la lengua. Quiso que se condensara, que se convirtiera en un algodón de azúcar morado para arrancarlo de un mordisco y sentirlo deshacerse en la lengua. Pero inhalaba y tenía que exhalar el aire indefectiblemente. Se le escapaba de la lengua por la nariz, convertido en esa respiración regular que le aseguraba que seguía dormido. Ya era otra vez ella entera, la de la otra noche, la nada corpórea que se le metía entre el pecho y el brazo. Apretó con la mano y sintió como ella se estrujaba más contra él. Hundió un poco los dedos en su piel desnuda. Vio en un recuerdo los ojos de K. y abrió los propios. Por un momento creyó sentir el olor morado, pero para cuando lo pensó ya se lo había ventilado la vigilia. Se sentó. K. no había ido ese día, por lo que ni siquiera se preocupó por resquicios fragantes en la ropa de cama. Se miró la mano izquierda y pensó con miedo que esa era la que la había tocado. Se levantó, no sin cierta culpabilidad exagerada por el enamoramiento, y fue al baño a lavarse la cara. Se acostó. Tocó con el dedo el Mi de la guitarra y se dejó caer en las ondas concéntricas que abría el sonido en la noche.
La tercera vez fue pura mala suerte. Estaba decidido a pasar la noche en vela, llorando por K., que ya no le dejaría el olor en la almohada ni le grabaría el recuerdo de sus ojos con miradas cinceladas. Pero las lágrimas le inundaron el cráneo y la oscuridad del cuarto le cayó encima. Entonces otra vez presión en el costado, gestación asexuada y conciencia absoluta de un cuerpo a la par. No la deseó. El olor lo tentaba como una manzana morada pero la rabia y el despecho no daban cabida a sustituir a K. Todavía no. No estrechó el abrazo, pero se quedó ahí, con ella, sintiéndola existir, dejando que el brazo, la nariz y la lengua le fecundaran el cerebro. Pero el oído se unió a la emisión y fue mucho para él. No tuvo muy claro qué fue. Tal vez el roce de la piel sobre la cobija o el soplo caliente de un suspiro. No supo, pero oyó algo que ni él ni todo el traquear nocturno de su cuarto habían producido. Abrió los ojos. Movió el brazo, que permanecía arqueado, con la forma de ella, y solo abrazó la cobija. Se sentó y estuvo por asustarse de verdad, pero el vacío le volvió a crecer en el estómago cuando se acordó de K. Se dejó caer y terminó de desvelarse.
Pasaron los meses. Se fue olvidando de K. Nunca por completo, porque siempre le quedó en el cielo de la boca la sensación de que pudo ser de otra manera. Pero así había sido y ya solo quedaba hacerse el tonto, seguir como si hubiera una razón para hacerlo, porque a la larga tal vez la razón aparecía, pero ojalá no fuera ni una K. ni una P. ni mucho menos una H. intercalada. Ojalá fueran alegrías que no necesitaran letras para ser, alegrías sin nombre, de esas que solo uno mismo ve frente a sí, que solo uno siente, porque son de Uno. De Uno, y no de dos.
Una noche se acostó temprano. No tenía nada qué hacer en la mañana, pero había que reponer el sueño invertido en la semana. Otra vez, como la primera vez, sintió el bulto en el costado, pero no se percató de lo que pasaba hasta que volvió a ser una hermana de oscuridad ocupando el espacio a su lado, en la cama. Consciente, pero sin abrir los ojos, recordó con nostalgia que la había conocido cuando aún estaba con K., pero no se dejó recaer en un dolor reciclado. K. ya no era nadie, era otro cadáver de los que se pudren en el poema de Dámaso Alonso y que no sabía ni cómo estaba él ni qué había hecho últimamente. No sabía que por fin había tocado el Sueño en la floresta de Mangoré en el jardín norte de la UES, frente a la Facultad de Música y que habían sido él y su guitarra, nada más, sin ninguna K. viendo ni oyendo, sin ninguna K. pareciendo y no siendo.
Esperó el olor morado, y llegó el olor morado. Esperó el sabor morado y llegó el sabor morado. Esperó el sonido negro de la cobija o de lo que fuera y llegó el sonido negro de la cobija o de lo que fuera. Movió el brazo y sintió su espalda, tan suave, tan desnuda, tan de mujer y se acordó de las veces anteriores en que había dormido con ella. Nunca la había tocado más, no sabía cómo eran sus pechos (era una mujer, estaba seguro) o si tenía el pelo largo, primero porque K. y luego porque K. ya no, pero ahora K. ni sí ni no. Recordó que se había despertado siempre al abrir los ojos. Era un sueño al fin y al cabo. Deseaba a su hermana, pero ¿qué importa un incesto de oscuridad, si es un incesto soñado? Se acordó del grabado más famoso de Goya, pero no se pudo acordar de la inscripción que acompaña el dibujo.
Levantó el brazo y le metió la mano entre el pelo. Sintió las hebras como hilos de nube y notó que el olor morado se intensificaba. Le salía del pelo. Pensó que de seguro lo tenía morado y quiso creer que al tocarle el resto del cuerpo deduciría también el color de su piel. Se estiró para prepararse y con la uña del dedo índice rozó las dos cuerdas más graves de la guitarra. La disonancia se le metió entre el cuero cabelludo y le desinfló el sueño como si hubiera estallado una bomba. Abrió los ojos de súbito y notó que, como la primera vez, había luna. Pero no se atrevió a quitar la mirada del techo porque en el costado sentía la misma presión, en la nariz y la lengua el mismo olor morado y en los oídos el mismo rumor del roce de la cobija de hacía unos segundos y porque de golpe se había acordado de la inscripción del grabado de Goya y aquello solo podía ser un monstruo que se había venido del sueño con él.
a K.P.V.A.
Pavas, enero 2010
Sacar del clóset, echar en la gaveta
No había razón para seguirlo soñando. Tenía que pasar, ya, de una vez. Demasiados años masturbatorios recordando los encuentros furtivos, amparados por la adolescencia y la frecuente falta de supervisión adulta, tan abundantes en besos, chupetazos y toqueteos, pero hasta ahí porque entre primos no Carlos, debe ser malo, y ahora simplemente se aparecía , Ileana, tan prima, tan ella, tan caderas anchas y pecas, debajo de un aguacero, con dos maletas y una cara larguísima. Se había ido de la casa buscando libertad, pero era demasiado libre para las amigas con las que se estableció. La echaron y ahí estaba, en el único lugar donde sería bienvenida. Un abrazo y ¿me puedo quedar aquí?
El sofá cama había sido una buena idea, después de todo. No quiso dormir con ella para no ser tan evidente. Pero la verdad, ¿qué importaba? Se le iba a tirar encima tarde o temprano, disimular era echarle arena al reloj. Pero bueno, ya qué. Será mañana, de fijo. Vuelvo del brete y ahora sí, ¿dónde nos quedamos? ¿Te acordás? Antes nos daba miedo pero ahora lo vamos a hacer, ya fue mucho imaginármelo, Ileana… y a ver qué pasa. Ella también quiere, estoy seguro, no puede ser que se le hayan olvidado las ganas con que quedaba cuando alguien llegaba y teníamos que dejarlo ahí.
Llegó de trabajar. Se había atrasado por pasar a la farmacia a comprar condones. El apartamento ni respiraba. Revisó todo (la cocina, el baño y el cuarto de estudio) siguiendo la sensación de que algo había cambiado en su ausencia. El aire se sentía diferente. No era el olor, sino más bien la densidad. Volvió al baño. Se miró en el espejo y se arregló el pelo. Respiró hondo y caminó.
Al final del pasillo pudo ver que la puerta del cuarto estaba abierta. Las rendijas de luz crepuscular que se colaban por la persiana dejaban ver los pies de Ileana en la cama. El pasillo no era tan largo, pero no fue hasta que llegó a la puerta cuando notó que había dos pies más de los que esperaba. Al entrar, la escena le pareció salida de alguna película erótica barata.
El calor frustraba y el olor a humo y a sexo era sofocante. Por un momento pensó en gritar y despertarlas, reclamarle a Ileana aquel cuadro y ¡En mi propio cuarto!, pero poco a poco cayó en la cuenta de que si reaccionaba así, lo haría siguiendo un patrón de conducta que le era impropio. No se sentía molesto, para nada. Pero tampoco estaba tranquilo.
Puso el paquete de condones en la cómoda y se puso a verlas. Recordaba el cuerpo de su prima, los muslos anchos, los hombros caídos, los pechos pequeños y redondeados. El abdomen se le había abultado un poco, seguro por las borracheras. Se acercó y le vio la manchita a la izquierda del ombligo. Se acordó de lo que le gustaba besársela y se preguntó si tendría igual la cicatriz del apéndice al lado derecho, pero el abrazo de la otra le impedía vérsela. La otra. Por primera vez le puso atención. Era más atractiva. Tenía un cuerpo de modelo, el pelo aplanchado, uñas arregladas, aretes del color de la sombra de ojos. Una chamaca de revista. Evidentemente era más joven que Ileana.
Habían revuelto todas las sábanas. Carlos casi soltó la risa al pensar que así amanecía siempre su cama, pero no porque acostumbrara pegarse gustos como el de ellas, sino por el único y solitario hecho de que tenía muy mal dormir. Se asomó entre las persianas y vio a dos chiquitas jugando en las hamacas del parque, al otro lado de la calle. Una se cayó y se raspó la rodilla. La otra se tiró de la hamaca y se fue a ver qué había pasado con su amiga. Se untó saliva en los dedos y se la pasó por el raspón. La ayudó a levantarse, se la apoyó en el hombro y se fueron. Miró otra vez a la pareja en la cama. Estaban entrepiernadas. Se imaginó las lenguas yendo y viniendo por aquellos dos pares de piernas sin que mediaran raspones. Comenzaba a disfrutar de la idea cuando la visión real de dos ojos fijos en los suyos le produjo un escalofrío. Ileana lo miraba con el seño fruncido. Levantó la cabeza y despertó a la otra.
- Laura… este…
Pero Laura no oyó razones. Los gritos que Carlos se había ahorrado los derrochó ella. Se tiró de la cama y trató de taparse con las manos. Recordó la ropa y la recogió atropelladamente: el vestido sobre la lámpara, los zapatos en el suelo, el hilo a los pies de Carlos. Se echó todo encima como pudo y salió disparada. Después del portazo, el apartamento quedó otra vez sin respiración. Ileana se puso de pie y se miró. Comprobó que estaba desnuda como por trámite, porque no intentó cubrirse.
- Carlos… mirá fue algo imprevisto, no se me hubiera ocurrido…
- Tranquila, no tenés que explicarme nada.
El semblante le cambió a la muchacha. El alivió le llevó un brillo malicioso a las pecas y le entrecerró los ojos. Con naturalidad, se puso las manos en la cintura y le lució su desesperante desnudez a su primo.
- Bueno pues… no se me hubiera ocurrido una manera más particular de decirte que soy lesbiana.
Se rieron los dos. Disimuladamente, Carlos echó el paquete de condones en la gaveta de la cómoda.
JuanPablo Morales Trigueros. Narrador, músico. Estudia literatura y es integrante como bajista de la banda de Heavy Metal costarricense Argos, su obra narrativa se mantiene inédita.
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Me palpitó mucho el corazón al leer estos escritos,sentí cosas inexplicables.
ResponderEliminarRealmente me cuesta cerrar un capítulo que no tiene conclusión.
-Katherine Priscila Villalobos Abarca.