El precio de la eternidad
Don Andrés Batista no creía en fantasmas. Ni en predicciones, ni en maldiciones, ni en brujas. Para él lo único real eran los hechos desnudos. Durante seis décadas había ejercido la magistratura con fiero criterio aferrado a la verdad, la justicia y la demostración mediante la prueba confiable. Consideraba por debajo de la inteligencia humana dar fe a supersticiones “baratas”, amén de ser un enemigo declarado de la mentira.
Su
pueblo natal rebosaba de imaginativas historias sobre seres fantásticos, en
especial de relatos fantasmales, pero él, endurecido en las cortes urbanas,
recién retornado al terruño, miraba desdeñosamente las antiguas tradiciones.
Aquel diciembre no era ni sería la excepción. Todos se preparaban para las
“apariciones” del fantasma de Rufino Solera, al cual Batista recordaba bien.
Siempre ocurría lo mismo. En las hermosas tardes de diciembre, cuando el sol
acariciaba con sus fríos rayos las aguas oscuras del río, la figura difusa y
blanca del viejo Solera se deslizaba con cautelosa atención por la orilla,
buscando otro ser que salvar, otra alma que arrebatarle a la muerte…
Batista recordaba nítidamente cuando aquel hombre, simple sin pena ni gloria,
se había convertido de pronto en el héroe del pueblo, y luego en la leyenda de
la región. De mediana edad, poco brillante, nada afortunado, vagaba un día
por la ribera, añorando un empleo, cuando vio que una mujer viajaba con un bebé
corriente abajo, presos ambos de las aguas alborotadas. Sin pensarlo dos veces,
se lanzó al rescate… ¡Y menudo jaleo se armó en el pueblo tras aquel altruismo
tan espontáneo! Había corrido un peligro mortal, pero había arriesgado su
vida misma por un par de desconocidos.
La
historia posterior fue benigna para el héroe. La mujer resultó ser una
dama de rica familia que había sufrido un accidente al volcarse el coche en el
que viajaba, y pagó con largueza la generosidad de Solera. Éste se vio de
pronto dueño de una pequeña fortuna, que con el tiempo se convirtió en una
hacienda poderosa.
Por
otro lado, Batista recordaba otra noticia de aquel extraño día: Gonzalo Casas,
sempiterno borracho del pueblo, había desaparecido. De hecho, nunca más se supo
de él. Nadie, excepto su mujer, se inquietó, pues se suponía que el beodo
acabaría mal tarde o temprano. Además de borracheras, Casas gustaba de cazas
furtivas y viajes alocados. Se le supuso entonces perdido o muerto.
Batista, sin embargo, se había sentido intrigado por dicha desaparición.
Durante años investigó las circunstancias que rodearon a Casas aquella tarde,
fatídica para él y afortunada para Solera, pero nunca logró una conclusión
satisfactoria. Recordaba con pena a la viuda de Casas, pobre mujer esperanzada
del regreso de su marido, que rechazó la ayuda de Solera y que murió sola,
décadas más tarde…
Aquel
día, pues, luego de tantos años, otra vez el pueblo entero esperaría ver
“aparecer” al fantasma y muchos irían al río intentando “verlo”. Batista,
naturalmente, prefería la tranquilidad hogareña a especulaciones vanas, y así
se encontraba, listo para tomarse un café con un buen libro en mano.
Estaba
en la cocina, mirando por la ventana. La tarde caía…
Era la hora de los muertos… El fantasma vagaba ya por
las frías riberas asesinas…
Batista sonrió desdeñoso, mientras tomaba un trozo de
pan recién horneado, reservado para aquel
momento.
—Buen
pan casero— dijo entonces una voz de hombre a su espalda—. Recuerdo con
nostalgia las tardes que pasaba en mi hacienda disfrutando de cafés como ese y
de un pan tan delicioso como el que usted ha tomado.
A
Batista se le erizaron todos los vellos de la nuca. No había oído que la
puerta se abriera, sentía un frío helado recorrer su columna vertebral y hacía
al menos unos 50 años que no oía esa voz más que en su memoria…
El
otro emitió un suspiro.
—No
se inquiete, mi apreciado señor juez— dijo—. En verdad necesito su ayuda.
¡Quién iba a decir lo señorial que se volvería cuando lo veía jugando en el
campo!
Una
risita de anciano lo sacudió y Batista, luchando con su incredulidad y su miedo
repentino, se dio la vuelta lentamente.
Don
Rufino Solera estaba sentado a la mesa de su cocina, iluminado por los últimos
rayos de sol de una tarde de diciembre agonizante. No era difuso ni
blanquecino. Vestía con sus ricas ropas de antaño y hasta sus zapatos se veían
lustrosos. Su blanca cabellera era escasa y sólo sus ojos se veían
apagados. Tal como había sido por última vez cuando estaba vivo.
—Esto
es ridículo— dijo de pronto el jurisconsulto sacudiendo la cabeza—. Me estoy
imaginando cosas.
—¿Se
refiere a mí?— contestó el fantasma, con su voz normal (nada de sonidos
cavernosos de ultratumba o similares)—. Pues, no, mi estimado señor
juez. Soy tan real como la taza que lleva en la mano. Admito que no
debería estar en su cocina, pero mis tribulaciones me han llevado a la
desesperación. Creo que es usted la única persona que puede ayudarme.
Batista se sentó despacio en una silla y con extraña parsimonia colocó la taza
en la mesa. Intentaba aparentar que no sucedía nada fuera de lo común y
hasta el momento lo estaba logrando.
—Bien— dijo
lentamente—. ¿Podría ser más… explícito?
—¿Sabe
cuánto cuesta la eternidad?— le preguntó Solera como si estuviera hablando de
negocios de oficina.
Batista denegó con la cabeza.
—Pues
cuesta exactamente la verdad— le dijo Solera con una mueca.
Batista lo miró sin entender. Era todo tan irreal que hasta le parecía
familiar.
—Aclaro—
anunció Solera arrellanándose en la silla como si todos los días lo visitara—.
Me aproveché de la hazaña generosa de otro cristiano, nunca otorgué el mérito a
quien debía y ni siquiera me preocupé por salvarlo de la muerte. El
resultado es que él descansa en su sueño eterno, feliz por siempre jamás, lo
mismo que su abnegada y leal esposa, que nunca creyó en mí, mientras que yo
estoy condenado a vagar por esta tierra mientras no repare mi crimen. Mi
eternidad es angustiosa…
Batista lo miraba aturdido. ¿El fantasma estaba explicándole por qué
vagaba?
—Y…
y… ¿y por qué yo?— musitó.
—Porque
usted es el adalid de la verdad, hombre— le dijo Solera frunciendo el ceño, lo
cual hizo estremecer a su interlocutor—. Hechos, pruebas, justicia. Es su especialidad.
Nunca me admiró, nunca creyó en las habladurías que señalaban a Gonzalo Casas
como un fugitivo, nunca aceptó mi penar tras la muerte. Puede entonces
conseguirme la eternidad verdadera, la del descanso que añoro y por el que
sufro. Le pido, le exijo incluso, que diga por mí la verdad: ¡que
presencié cómo Casas salvaba a la mujer con su hijo, cómo intentaba revivirla,
cómo al lograrlo corrió al río, para traerle agua, cómo tropezó malamente y
cayó al agua, donde se ahogó por estar inconsciente! Ella permanecía desmayada
y yo aproveché la coyuntura. ¡Él, no yo, fue el verdadero héroe aquel día!
—¿Usted
no lo ayudó?— preguntó Batista de pronto sin temor, con la mirada cargada de
censuras, sin sorprenderse con aquella extraña confesión.
Solera contrajo dolorosamente su expresión.
—Necesitaba
dinero y la había reconocido— explicó—. Era de una familia generosa. Me daría
algún reconocimiento, estaba seguro. Y Casas se habría gastado el dinero
en bebida. ¡Jamás pensé que me daría tanto! ¿Cómo iba a desdecirme
entonces? Intenté reparar el daño con la viuda, pero la mujer me
miraba como a un criminal… Nunca le conté la verdad, aunque supongo que la
intuía…
—Tenía
razón— dijo Batista en tono justiciero, irguiéndose como en los tiempos de su
magistratura—. Dejó morir a un buen hombre y sobre una mentira monstruosa
cimentó una vida regalada de fama y fortuna. ¿Y ahora sufre por la
eternidad? Gonzalo Casas se ganó el derecho a la beatitud, su mujer a la
santidad y usted tiene muy bien merecida su eterna condena. No pienso mover un
dedo por ayudarlo. Casas no necesita de mis oficios, ni le
importa. Es mi sentencia.
Solera se irguió cuan largo era y aún creció más y más en medio de un rojizo
resplandor que ocultó la tarde que moría.
—¡Te
ganas mi cólera, Batista, y mi eterna persecución implacable, te lo advierto!
El
jurisconsulto, armado una vez más con el conocimiento de la verdad y con la
seguridad que le proporcionaban sus decisiones en materia de justicia, levantó
indiferente su café, inclinó la vista sobre su libro, y sin mirarlo, murmuró
con frialdad:
—Yo
no creo en fantasmas.
Solera lo miró un instante. Luego, se desvaneció silenciosamente.
La
noche cayó sobre la casa. En su imperturbable vivir, el viejo juez disfrutó de
su lectura y de su cena, así como de la satisfacción de solucionar un caso
antiguo. Mientras, en el pueblo la gente no dejaba de murmurar que Rufino
Solera recorría su camino año tras año, década tras década, en un paseo eterno,
infinito.
Laura Quijano Vincenzi. Costa Rica. 1971. Abogada y
filóloga, es autora de relatos y novelas, principalmente de ciencia ficción y
fantasía. Ha publicado hasta la fecha algunas novelas y numerosos relatos en
diferentes instancias. En cuanto a sus publicaciones, cuenta en su haber tres
novelas (Una sombra en el hielo, ECR
1995, y las dos primeras partes de la trilogía A Través del Portal, Lulu Press 2006 y 2008) y diversos relatos.
Éstos aparecen tanto en publicaciones electrónicas, como Axxón (2006), Aurora
Bitzine (2007 y 2010) y NGC 3660 (2007 y 2010), como en una colección propia (Por siempre otro y otros relatos, Leer-E
2007) y en antologías de varios autores, como en ¡Jodido Lunes! (Bubok, 2008), Posibles
Futuros. Cuentos de ciencia ficción (EUNED, 2009), (Per) Versiones: Cuentos Populares (Sedice, 2010) y (Per)Versiones: Historia (Sedice 2010).
Reconocimientos. En 1995, recibió el Premio Joven Creación de la
Editorial Costa Rica por su novela Una
sombra en el hielo. En 2007, su cuento El
precio de la eternidad obtuvo el 3er. lugar en la sexta edición del
certamen literario de jurado popular “Tierra de Leyendas” del portal
Sedice.com. En 2008 sus relatos Por
siempre otro y El último pozo
fueron seleccionados para integrar las antologías de la Asociación Española de
Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT) Fabricantes
de Sueños 2008 y Visiones 2008,
respectivamente. De manera más reciente, en 2009, su cuento Sueño Profundo fue seleccionado como
finalista del XXI Certamen Literario Alberto Magno de Ciencia Ficción (UPV,
España).
Website: http://www.lauraquijano.com
Otros
sitios: http://lauraescritora.blogspot.com
(blog personal),
http://www.facebook.com/laura.quijanovincenzi
(página en Facebook).
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