Decía Gabriel García Márquez, a propósito de las
múltiples y divergentes interpretaciones que sobre “Cien años de soledad” se
han hecho, que disfrutaba y hasta se reía de las más pretenciosas que suponían
develar sentidos, alegorías y referencias donde el autor había hecho guiños que
solamente los amigos íntimos podrían reconocer.
Esto hace quedar en ridículo a los que pretendemos
hacer crítica, por un lado, pero también pone en peligro a los autores, que
deliberadamente o no, desatan mensajes que jamás imaginaron y consecuencias de
las cuales no tienen, como un aprendiz de brujo, el control.
Así que decir que Lina de Adriano Corrales, su tercera
novela impresa por ahora, tiene múltiples posibilidades de sentido, no sería falso,
como tampoco sería falso decir que es la más íntima y personal obra del autor donde
algunos creemos descifrar y reconocer
sin equívocos más de un evento familiar. Ambas posibilidades son posibles
siempre y cuando reconozcamos que García Márquez es un mentiroso, y que como
los monos de Monterroso, somos juiciosos y atentos críticos de lo que vemos
reflejado en los textos sobre nosotros mismos.
Hechas estas salvedades, me siento más cómodo en
compartir mis juicios de valor sobre Lina, una encantadora muchacha que no es
más que sustrato, eje sobre el cual girará toda la novela donde los
protagonistas son otros.
El narrador es benévolo con el paisaje, implacable con
los personajes, casi desalmados, los arroja desnudos y tal cual son al lector,
tal como debe ser en toda novela testimonial, y es que toda la narrativa de
Corrales está escrita en esa clave, como si más que el sujeto que cuenta y
recuerda, sea siempre eso, lo que cuenta y recuerda lo más importante, por eso
seguramente, dentro de su generación es el más sólido en explicar de dónde
viene el desencanto, pues sabe hacer memoria de la utopía que lo gestó, en
lugar de emborracharse de discursos posmodernos.
El artificio de nombrar a las personajes con la ele,
Lina, Livia, Lucía, Lorna… o que David su protagonista sea un humanista que
bebe de todas las artes y no pueda dar un paso sin abrir la boca para encontrar
el reflejo en la realidad de lo que ha degustado, es algo más que una mentira
verdadera… y no es que la realidad exceda la ficción, sino más bien que la
realidad es inaprensible y calza en la zapatilla de cristal equivocada…
¿Pero será que basta con esto, para llamar a esta brevísima novela,
testimonio de su generación? Sospecho que sí se puede, que existe un nudo
interno, algo que Lina ni sabe, que su anorexia, que sus episodios
ciclotímicos, que su inercial existencia, también suponen y exigen la
paternidad de una generación que ahora reniega de ella. Lina es una muchacha
concreta, pero también puede ser la hija de la generación del desencanto, tiene
en sus manos qué hacer con ella, renegar o apresarla entre sus brazos para
siempre…
Por eso no extraña la acertada composición de esta
novela, siempre pendular, primero ayer, luego la parábola que salta hasta el presente
y regresa otra vez hacia la sensualidad y el patrimonio de los cuerpos que se
arriesgaron a soñar y cristalizar sus sueños en la piel… en un mundo tan imperfecto
para el amor, y que pese a todo podía engendrarlo…
Es por todo lo anterior que seguramente, el progenitor
ya sabe de antemano cuál es su decisión, y por eso aquello que se impone como
prueba irrefutable de su progenie y como constatación positiva de los hechos no
tiene la menor importancia cuando decide afirmarse como sujeto histórico ante todo
lo vivido, lo azarosamente vivido, ante todas sus derrotas y los triunfos, como
haciendo balance, como si su antiguo corazón fuera a ser pesado en la balanza
de Anubis junto a la pluma de Maat ante la voraz mirada de Ammit, ya no teme a
nada, ante la mirada de Lina, que es el reflejo perfecto, la summa de su vida.
Germán Hernández
19 de agosto de 2015
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