Fabián Coto Chaves debuta literariamente en el 2015
con el libro “El país de las certezas”. Es un debut a medias, pues tampoco el
autor es un desconocido, ya tiene un back round bien ganado en la notable
revista en línea Paquidermo de la que es editor y colaborador, mientras que en
la obra que nos ocupa en esta oportunidad, es sobresaliente la firmeza de su
prosa contenida y sobria; es un libro ecléctico, la singularidad y variedad de
tópicos que abarca también pone de manifiesto el amplio bagaje del autor que
expresa su también amplio abanico de preocupaciones y obsesiones.
Tras la dedicatoria, los agradecimientos y un
epígrafe, arranca el libro sin las coordenadas, divisiones y parafernalia
usuales, directamente en cuarenta y seis textos donde lo que más resalta es el
manejo de los espacios y atmósferas que emplea dentro de los marcos que
delimita en cada uno.
Tal vez se pueda intuir arbitrariamente cierta
organización (a veces sí, otras no) por tema y tratamiento en el orden de los
textos, por ejemplo, en los ocho primeros, (y luego otros dispersos en el libro)
que cuentan anécdotas de una Costa Rica rural y meseteña ya ida, como
recuperadas de la oralidad, como una especie de memoria patrimonial que quiere
salvarse, en cuanto al tratamiento, se siente el sabor y la mesura del realismo
agrario de Fabián Dobles, de Marco Retana de Francisco Zúñiga Díaz y Adolfo
Herrera García, no algo en particular de estos autores, sino más bien ese modo
distintivo de narrar el mundo rural. Pues si nos refiriéramos a obras y autores
de primera entrada “El mar” con que abre la colección me evoca instantáneamente
en su primera línea “Tenía poco más de 20 años y nunca había visto el mar” a un
cuento de Salarrué sobre dos campesinos que no conocían el mar (tristemente he
tratado de encontrar ese texto, sé que lo leí hace más de veinte años, pero
ahora es imposible recordar dónde, si el libro era mío o me lo robaron, quien
sabe, pero aún resuena en la memoria). Pero el contexto es totalmente distinto,
el relato de Coto Chaves también nos sirve de modelo, en él está bien planteada
la estructura y tratamiento de casi la totalidad de sus relatos.
En “El mar” el protagonista Joaquín (ficcional o
ficcionado) se monta sobre un marco realista e histórico, en este caso la
guerra civil del 48 en Costa Rica (el autor conoce, ha investigado, hace referencia
a hechos, fechas y pormenores) pero “a él solo le interesaba conocer el mar” y
cuando este acontecimiento llega al fin, descubre que “Solo es un montón de
agua con otro montón de agua encima” El relato queda abierto, su protagonista
pasa de largo por la guerra y los acontecimientos que no le importaban, pasa de
largo por el asombro de ver el mar, pero recuerda la textura de la arena
adherida al rostro y el olor a pólvora quemada, ¿será el relato de un muerto o
un sobreviviente?
De manera semejante “Un recuerdo improbable de la
guerra del 48” el protagonista, un testigo pasa también de largo por aquella
guerra, no cuestiona lo que cuentan sobre ella, sino que contrasta su propia
experiencia de ella, “para mí la guerra y la infancia fueron, más o menos, un
paseo a la finca de mi abuelo.”
Los siguientes dos textos son anécdotas de caza,
“Una cacería de tigre”, “Un cerrojo tipo máuser”, hay también a lo largo del
libro textos de “perfiles” de “personaje singulares” pequeños retratos si se
quiere, “Fígaro” (el amante de las aves que el día de su entierro no cantaron)
y “Chico Caiteles” (donde se aborda el escenario de las bananeras), “Ramiro” (a
quien “las crecidas del Ebro apenas y llegaban a inundar el dominio de su
nostalgia”) hay también un cuento de espantos “Luces de muerto” bien logrado
por cierto, el autor traza una parábola
ingeniosa para burlarse del positivismo lógico mediante la ingenuidad campesina,
además es el primer relato que rompe con la monotonía al insertar el diálogo y
la intersubjetividad de los personajes en sus propias voces. Y cierra este
bloque con “La casa de los bisabuelos”, una viñeta que sintetiza la evocación
nostálgica de estos primeros ocho textos. Más adelante en el libro aparece otro
texto semejante “María Luisa” donde la protagonista espera la visita de su
hermana, y digo semejante, pues se siente esa obsesión del autor por la
memoria, tan frágil, tan dispuesta al olvido, que es capaz de no dejar rastro
siquiera para quienes la buscan como en el relato “La memoria de las montañas”;
muy al contrario de “El hijo pródigo” donde el personaje piensa que “las cosas
nuevas son, apenas, accidentes de la forma y que, en el fondo, la totalidad del
paisaje permanece inmóvil”.
Se va comprendiendo que, la nostalgia, la
evocación, la memoria traspasan cada texto del libro, como lo expone el texto
homónimo “siento algo que podría compararse a la felicidad o, a lo mejor, al
germen de todo ejercicio de nostalgia.”
Coto Chaves combina en los siguientes textos con la
misma evocación nostálgica, pero ya fuera del espacio agrario, los primeros,
pese a las coordenadas historiográficas de algunos, son intemporales; los
siguientes sí son fáciles de fijar, corresponden a la contemporaneidad, aquí
autor y lector también son testigos de las circunstancias y hechos narrados o
bien los tienen muy cercanos. Me refiero a textos como “Una fotografía de
Aldrin, Armstrong y Collings” donde “(esos gringos) pese a todo, eran en verdad
unos arrechos” y precede “Challenger” como reverso, y contrapunto.
En seguida, aparece un texto que nos ha gustado
mucho, “El A.C. Milán de Arrigo Sacchi” (pese al mal empleo del gerundio,
¡cuidado con las oraciones subordinadas!) Aquí hay chispa y encanto, pero el
texto se queda a medio camino, como la mayoría, cuadros, viñetas, preámbulos de
un cuento, constantemente queda esa sensación de: ¿Y qué sigue? y, ¿Qué pasó?
Algo semejante ocurre con otros textos como “Una luna como una tortilla de
queso” donde el juego con las redundancias resulta obvio; “El principio de los
aguaceros”, “Panspermia”, “Un viento frío que se filtra por el paso de La
Palma”, y entonces, el autor rompe con la brevedad exhibida a lo largo del
libro (constituido casi totalmente de microficciones) en “Una mujer con la
mirada color azul eléctrico (incluso encabeza el texto con un epígrafe) pero
mantiene la misma estructura, solo es una versión extendida, el personaje
recuerda lo inmediato (la mañana con Sofía) y lo distante (Casablanca) todo el
libro es (insisto) una apologética de la nostalgia y la memoria.
Como un cuento visagra, como una especie de
frontera sutil entre lo leído y lo que sigue, o mejor: a mitad del libro
aparece el texto el “Catalejo roto” que de alguna manera nos indica de qué va
el resto del libro, no sé si fue intencional o inadvertido por el autor, pero a
partir de aquí, “nuestro catalejo permitía detectar privaciones de realidad en
la que podía ocurrir cualquier cosa”.
Notable, y según yo con toda la factura de un
cuento, “Derrumbe” no todos se quedan anclados a la nostalgia y la memoria, así
parece hacerlo Isabel, una de sus protagonistas “porque quería destruir
cualquier posibilidad de recuerdo y porque estaba convencida de que yo
regresaría ahí, como nadie regresa a los lugares que más amado.” Mientras que el
cuento que le sigue “Réquiem” igualmente notable, es opuesto al anterior “Qué
ganas de no irse nunca de Limón ni de 1942” en una especie de delirio
superrealista. Y vuelve por sus fueros, pues “La Habana” el texto siguiente es
una coda de “Derrumbe” pero un malogrado texto de cabanga. Aquí debo agregar a
título personal mi repugnancia por esa necedad de los escritores suramericanos
de destacar que un personaje o personajes son negros, como si se tratara de una
singularidad determinante, o mejor, de trazar una frontera entre los negros y
los no negros, como si fuera necesario de parte de los no negros estar
aclarando que se sienten blancos, en fin, pose siempre pedante, y muy mal
emulada aquí.
Fabián Coto Chaves |
Y persiste la nostalgia, ese deseo de fijar las
cosas, y la certeza de su imposibilidad en “Diario de los gatos muertos de
Buenos Aires” pues “cuando le ponemos nombre a algo, o cuando sabemos el nombre
algo, de inmediato lo empezamos a perder”. A partir de aquí el libro da un giro
cosmopolita, los escenarios se vuelven más exóticos, tanto en tiempo como en
lugar, pero eso sí, conservan la familiaridad de lo vulgarmente humano
universal en todos ellos, evocaciones siempre como en “Colonia de Sacramento”
donde por fin comprendemos la insistencia de mencionar las aves en uno y otro
texto, acaso, las aves como recuerdos, unas se quedan otras vuelan, las que sí
y las que no se lo llevan todo o dejan algo. ¿Y por qué no? ¿Acaso no son eso
los siguientes textos que en bloque cierran el libro? Textos de lugares
remotos, de contextos ajenos a la inmediatez, rescatados de la afinidad
libresca, reinventados y falseados y vueltos a construir como “Los pájaros de
Gerd von Rundstedt”, “Los misiles R-12”, “Un minotauro en Nueva España”, “Zappin
en Berlín del Este”, “Payola”, “Los mangos dorados del general MacArthur”,
“Samizdat”, “La banda sonora invisible de las Malvinas”, “La sed en los gulags
del Ártico”, “Derrelictos y planetas sin sol”, “Noticias enviadas desde la
parte alta del río Amur”, “El gargaleote”, “Las monstruosidades de Boris
Zhutovsky”, “El almirante en el primer viaje”, “Los límites del escepticismo”, “Mayo del 68”, “El silencio de Komitás”, “Navidad
de 1914”, viñetas históricas que rescatan a los posibles anónimos que las
vivieron.
Pese a la eficiente y notable prosa de Coto, la
regularidad, la homogeneidad de los textos, la unitonalidad narrativa del
hablante impide cristalizar y narrar desde otros puntos de vista, los
personajes siempre son referencias, todo lo que hagan, digan o piensen será dicho
por el narrador desde su punto de vista, y con sus palabras. En consecuencia,
por tramos del libro, ya uno sabe de qué va el asunto, se intuye y adivina el
formato.
Resalta la obstinación por recuperar del olvido, de
fijar en el tiempo, de rescatar lo vivido a toda costa como si se guardara en
el texto el espíritu, la vitalidad, el contenido existencial del recuerdo que
trasciende el hecho. Es un libro que indirectamente nos plantea problemas
gnoseológicos sutiles: ¿Cómo recordamos? ¿Eso que recordamos sepulta la verdad
versionada en la fijeza textual o la restaura? No lo sabemos.
Germán Hernández
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