La
serpiente
Una serpiente gris, caprichosa,
rectilínea o de pronto sinuosa, hacia arriba o hacia abajo, oculta por la
lluvia y la niebla o descubierta en el brillo del sol hasta el dolor en las
pupilas. Extendida al frente se escurre en principio lenta y al llegar veloz,
bajo las ruedas del camión y se queda atrás esperando la nueva oportunidad de
volver a ser el reptil rastrero que se sacude ante los ojos del conductor, pero
sabedora de que su inmovilidad es la única verdad que garantiza el nuevo
encuentro.
El hombre se aferra al volante y
pisa el acelerador como si majara la culebra, matándola con cada vuelta de los
neumáticos delanteros y resucitándola con los traseros para dejarla tendida en
espera del regreso.
Y así por la eternidad, por el
sempiterno ir y venir del camión lleno de productos que se intercambian en el
mercado de los que compran allá y venden acá, de los que pagan por traer y
cobran por enviar, dando vida a una economía que ni el conductor ni la
serpiente de asfalto entienden. Ella solo sabe que está ahí; él, que va y viene
lleno de una soledad no pagada con el salario de hambre recibido cada quince
días.
Pero esa es su vida, soledad
apagable con los gritos que doblan las canciones repetidas desde el radio. Se
las sabe todas de tanto oírlas, y las canta con el estrépito y la confianza que
el saberse sin compañía le permite.
De noche, el hotel de paso con su
bar abierto hasta la madrugada le permite descargar su desamparo al pie de unos
vasos de cerveza y, con suerte, con la conversación y el amor pagado de alguna
de las mujeres que de vez en cuando se acercan a vender compañía en estos
lares.
Y está esa morena, casi niña, nueva
en el sitio y en el oficio, por poco inocente o con cara de serlo. No habla de
lo mismo que las otras; aún menciona sus clases de colegio y sueña que tiene
futuro. Sus ojos conservan el brillo negro de una esperanza que la convierte en
la ilusión de ser verdadera en el amor. Así la siente él cuando la abraza para
entrar a la habitación, cuando la oye quebrarse en sus embates y cuando se le
cuelga a los hombros para dejarse caer exhausta tras fingir llena de
naturalidad casi verdadera que le ama, que es alguien en su vida vacía.
Ya no quiere seguir solo, por lo
menos no por este viaje que le demorará al menos siete días entre dejar la
serpiente botada tras de sí y repasarla en el retorno, entre entregar los
tiliches que unos compran y cargar los que otros venden. El acuerdo entre
oferta y precio no es difícil: él busca compañía, ella conocer. Nada a perder y
algo que ganar para los dos los lleva a emprender la loca aventura de ignorar
los tantos años que los hacen diferentes, evitando con recato digno de mejor
causa las miradas en los albergues de camino.
Canciones gritadas a dúo, risas
desgañitadas por chistes sin ninguna gracia, despertar en medio de la nada
mientras él conduce de memoria mirándola más a ella que a la carretera, hoteles
de quinta categoría y luna de miel todas las noches. Los dos saben que es amor
de una semana y lo exprimen hasta el hueso.
La va sintiendo propia, la va
interiorizando como protegida y sin quererla solo para él, le aconseja que no
sea de nadie más hasta que sea alguien por ella misma. Esa vida no le sirve,
vale mucho para eso. El amor se le recuerda en los brazos de ella como fue en
tiempos idos, cuando conoció a otra joven de ojos negros y también la dejó ir
llena de consejos.
La culebra se termina cuando el
zigzag reptante se cuadra en la ciudad. Semáforos, edificios, suburbios y el
barrio marginal con el “quiero dejarte en la puerta de tu casa” esperanzado en
el “no quiero perder a nadie otra vez”.
La recibe una puerta abierta en las
manos de una madre, azabache en la mirada, que ha llorado siete días por la
hija que vuelve del brazo de aquel hombre que un día la dejó sin enterarse de
que su semilla le creció en el vientre hasta explotar en esa joven de ojos
brunos como ella.
Eduardo
Alfonso Castillo Rojas. De formación en el campo del periodismo, se ha
desempeñado siempre entre letras, como reportero en varios medios de
comunicación nacionales y como encargado de prensa en el Instituto Tecnológico
de Costa Rica y de la Municipalidad de Cartago, entre otros. Ha sido editor y
director de dos periódicos y una revista regionales y como aficionado a la
fotografía ha realizado varias exposiciones. En el campo literario ha obtenido
algunos premios y menciones en certámenes del Instituto Tecnológico de Costa
Rica y del Ministerio de Cultura de Costa Rica. Fue invitado a participar en
una antología de cuentos de Costa Rica y República Dominicana publicada bajo el
título de "Puente de Palabras" con motivo de la Feria Internacional
del Libro de Costa Rica en el 2006, en la cual se incluyó el cuento "La
serpiente" que ahora se publica. Tiene publicado el libro de cuentos
"Las Escaleras" (Uruk Editores, colección Sulayom). Actualmente se
desempeña como Secretario General de la Municipalidad de Cartago y prepara la
publicación de su segundo libro de cuentos.
Descargue la Versión Imprimible: Eduardo Alfonso Castillo Rojas - La Serpiente
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