Jirafanube
Se habría podido decir que no era un teatro, sino
tan solo una casona antigua, disimulada a duras penas con pintura y, de alguna
manera, oculta entre dos edificios de cemento oscurecidos por los hongos y la
humedad. Unas gradas derruidas llevaban a una boletería cilíndrica, de donde se
abría paso un café al aire libre que lucía algo más cuidado que la fachada
general del edificio. Hacia el fondo del café había una entrada muy angosta y
reservada que debía de conducir a la tribuna. El nombre del Teatro Calderón, se apreciaba justo
sobre la boletería.
Las señas para llegar que me había dado mi amigo no
me habían servido de mucho; al final, había terminado atravesando casi todo San
José. Y no era la primera vez que un descuido de mi amigo significaba
dificultades para mí, pero no podía reprocharle nada porque más de una vez a él
le había pasado lo mismo conmigo.
—¿Cómo se llama la obra? —le había preguntado yo por
teléfono.
—Se llama Jirafanube.
Sin embargo, no logré encontrar ningún anuncio donde
se mencionara la obra que presentaban. Cuando compré el boleto, pregunté que si
la obra se llamaba Jirafanube y la
señorita que me atendió me dijo que sí. Me acuerdo que me dio de vuelto un
billete donde aparecía la foto de un ex presidente con cuernos y quevedos.
Ordené un café como a mí me gusta: negro y sin
azúcar y me fui a sentar a una mesa de la cafetería. No contento con el café, saqué un cigarrillo y
me puse a fumar. Luego, traté de explicarme de qué podría tratarse la obra que
estaba por ver, y me imaginé a un sacerdote disfrazado de jirafa, que le hacía
el amor a un cerdo virgen y solitario, como en la película francesa; luego, se
me ocurrió la conversación aburrida de un coro de nubes, con relámpagos de
utilería y lluvia de confeti plateado; sin embargo, por más que lo intentaba,
no lograba reunir las ideas de la jirafa y de la nube.
No sé cuánto tiempo duré en aquellas
consideraciones, pero sé que fue el suficiente para que en el cenicero se
formara una montañita de polvo gris. Me acordé de un viejo poema barroco en el
que una mujer utilizaba un espejo para vengarse de un hombre cruel, pero no
logré recordar el título ni mucho menos quién lo había escrito, hice memoria
durante un rato, pero acabó desentendiéndome de aquello el percatarme de que no
era el único en la cafetería. Sentada a tres mesas de la mía, una señora mayor
y de grandes ojos sostenía con las dos manos una taza de café humeante. La curiosidad
por saber, a ciencia cierta, a qué era a lo que me había arrastrado mi amigo me
hizo querer hablarle, sin embargo, en cuanto la señora notó lo que me disponía
a hacer, sacó el teléfono celular y, sin más, comenzó a revisar los mensajes y
las llamadas perdidas.
De un sorbo, me tomé lo que me quedaba de la taza,
me levanté y desaparecí de la cafetería, dispuesto a dar un paseo por donde
fuera y, en último caso, que quien debiera esperarme fuera mi amigo a mí y no
yo a él.
Las calles se abrieron a mis pasos y yo transité por
ellas con un aplomo que habría hecho pensar que tenía un rumbo. Paso a paso, me
fui adentrando en la geografía rural de la ciudad: calles bifurcantes sin
explicación y rotondas de tráfico inmóvil y resignado. De una manera, que se
parece mucho a las bromas, me perdí.
En un día normal, me habría quedado de pie apostado
cerca de una vitrina, esperando orientarme, pero entonces, salida del cielo
nublado, una gota helada me cayó justo en medio de la frente: iba a llover. No
me quedó más opción que volver sobre mis pasos al tedio del teatro. Sin
embargo, lo que en un primer momento me había parecido lo más sencillo y
natural de hacer, resultó imposible: por más que lo intenté, no pude encontrar
el camino de regreso. De repente, me pareció estar en una ciudad extranjera.
Luego de meterme por una calle que antes había
menospreciado por suponerla de una sola vía, di con algo que me hizo detenerme
de golpe. Se trataba de otra boletería un poco más pequeña que la primera, pero
que también tenía un letrero que decía Teatro
Calderón. Entonces me dejé fascinar por la ilusión de que el teatro tuviera
dos boleterías y, a la par de ellas, dos entradas, al estilo de aquellos
teatros europeos del siglo XIX, que tenían una entrada sobria y elegante para
los que compraban los boletos más caros, y, a la vuelta de la esquina, otra
pomposa y colorida para la gente humilde que pagaba menos. En ese momento, se
escuchó un trueno leve y yo levanté la vista al cielo nublado: era un hecho que
iba a llover. Ya sacado de la ensoñación, presté atención al sentido común: no
había otro teatro y ni siquiera otra entrada, tan solo se trataba de la misma
entrada de antes, pero unas frondosas palmas en macetas que recién debían de
haber sacado me habían hecho creer otra cosa.
Yo había pasado la mitad de mi vida metido en mi
casa, clasificando mis libros y mis discos. Para mí, ir de noche al teatro era
lo más parecido a una aventura. Por un momento, había querido maldecir a mi
amigo por su invencible irresponsabilidad, pero me determiné a no echarme a
perder la noche yéndome para la casa sin al menos tratar de ver la obra. Entonces,
me decidí a entrar.
Al llegar a la puerta que conducía al vestíbulo
principal, me salió al encuentro un muchacho de ropa vistosa que estaba
apostado al marco de la entrada. Llevaba unos anteojos amarillos, boina verde,
bufanda y, encima de todo, un chaleco rojo. Me resultaba casi imposible dejar
de verlo, pero lo tuve que hacer porque yo parecía el único impresionado por su
atuendo. Pasé de lejos, pero por un momento se me quedó viendo a la cara como
si me hubiera reconocido. Yo sentí que, debajo de toda aquella vestimenta,
había alguien que yo conocía, pero preferí no decirle nada para no dar las
buenas noches en vano: solo le di el boleto y eso fue todo. Era un empleado del
teatro.
Por adentro, el teatro me resultó inesperadamente
grande. Yo me había imaginado que era uno de esos teatros alternativos, donde
apenas caben los familiares de los actores, pero este sin problemas podría
albergar a unas mil personas. Me senté en la décima fila, contando del frente
hacia atrás. El lugar estaba decorado con mano austera pero de buen gusto. Un
color amarfilado y claro dominaba las columnas y las paredes del lugar. El piso
gris con motivos blancos y rojos de alguna forma contestaba la sombra del telón
rojo. Me llamaba la atención que el telón estuviera tan cerca de las butacas;
talvez demasiado cerca. No obstante, el dominio de los colores rojos me intranquilizaba
y, en cierta forma, se contraponía al lugar ameno que insinuaba la composición
del lugar. Tenían puesta música instrumental, pero no supe identificarla.
El tiempo pasó y el rumor de la gente que entraba
era cada vez mayor. Unos jóvenes se sentaron en la fila que seguía a la mía y
yo me dediqué a ignorarlos. Pronto, al rumor general, se unió un bullicio casi
imperceptible que parecía venir de más allá del telón. Volví a ver hacia atrás
y calculé que ya debían de haber unas trescientas personas y, sin embargo, no
había asomos de que la obra fuera a comenzar.
Empecé a molestarme
y a refunfuñar entre dientes, con el volumen de voz de la gente que habla sola
en la casa pero no se atreve a hacerlo en público. Sin embargo, un silbido de
alguien en la tribuna me sacó de la rabieta. Luego, los muchachos de adelante
empezaron a contar secretos en cuchicheos que culminaban en grandes carcajadas.
Apenas me había sentado y otra vez los sonidos
detrás del telón. Esta vez era claro que eran voces de personas, pero no hubo
mucho tiempo para razonar explicaciones porque el telón, finalmente, ya se
estaba corriendo.
Al principio, me dio miedo, después risa y después
otra vez miedo. Mi reacción natural debiera haber sido agachar la cabeza en
espera de que la irrealidad llegara a salvarnos, pero las risas de algunos y
los silbidos de otros me distrajeron del instinto. Estoy seguro de que no fui
el único que no quiso ver más allá del telón y que acarició con la vista cada
centímetro de tela que seguía visible mientras lo retiraban lentamente.
Después de la incertidumbre, una tristeza recóndita
se había adueñado del lugar. Los silbidos y las risas terminaron dándole paso a
un murmullo uniforme, que era lo más parecido al silencio que uno pudiera
imaginarse.
Traté de explicarme el problema de todas las formas
posibles, entre las que la instalación de un inmenso espejo de la altura del
teatro mismo no era la más disparatada. Sin embargo, hechos insignificantes
acabaron con mi teoría de los espejos: algunas personas de la tribuna del lado
de allá balbuceaban por lo que veían, mientras que otros de la de este lado
gesticulaban espasmos que no se reflejaban en el frustrado espejo.
Un hombre con cara de fumador que estaba sentado en
la tribuna del otro lado me empezó a hacer señas de pujador en una subasta. Era
mi amigo. Yo le respondí con la misma señal pero creo que no me entendió porque
ya no me hizo más caso, ni yo a él. Unas señoras empezaron a llorar y,
entonces, yo entendí que lo mejor que podía hacer era irme. Le hice una nueva
señal a mi amigo, para que nos fuéramos juntos, pero no me vio o no me quiso
hacer caso.
Me levanté de donde estaba sentado y empecé a
caminar. Ni siquiera me pasó por la cabeza reclamar nada en la boletería y más
bien apuré el paso para salir de allí cuanto antes. Afuera del teatro estaba el
mismo hombre de las ropas estrafalarias. Intentó decirme algo, pero yo caminé
rápido y me fui sin responderle, diciéndome que el Teatro Calderón talvez sí
tenía dos entradas y que mi amigo debía haber ingresado por la otra.
En la calle, seguía amenazando lluvia. Alcé la
mirada y calculé que tenía el tiempo justo para llegar a la casa sin mojarme.
2003
Sergio
Arroyo. Nació en San José en 1976. Es filólogo por la Universidad de
Costa Rica. Ha publicado algunos de sus cuentos en Káñina y en la Revista
Nacional de Cultura. Actualmente, es editor en la Editorial Santillana.
Desde 2006 mantiene de manera morosa el
blog Cenizas de Ornitorrinco: http://sarroyom.blogspot.com/
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