Hijo
Estaba
viendo la tele en su habitación. Acababa de anochecer, muy temprano, cuando, al
otro lado de la puerta, se escuchó una voz:
—¿Mamá?
Berta miró hacia la puerta. Se
trataba de la voz lenta y grave de su hijo. Podía imaginarlo plantado allí
detrás, su uno noventa de estatura, grande y pesado, inclinándose junto a la
puerta para llamarla como en susurros.
—Qué —respondió Berta con
normalidad, sin apartar la vista del televisor.
—Estás viendo la tele —dijo su hijo.
No era una pregunta, sino, más bien,
una súplica, la afirmación de cuyo tono se traslucía un ligero reproche.
Berta volvió a mirar hacia la
puerta.
—Sí —respondió, sin más, no quería
dar mayor importancia a que su hijo de veinte y tres años hubiese venido a llamar
a la puerta de su habitación al oscurecer.
Pero su hijo repitió, como una
súplica:
—Estás viendo la tele, mamá.
—Sí, estoy viendo la tele —dijo
Berta, intentando que su voz fuese como un bálsamo—. ¿Y tú, hijo? ¿No deberías
irte a la cama?
—En la tele suceden cosas malas
—advirtió su hijo.
—¿Por qué dices eso, cariño?
—En la tele...
Berta fijó su mirada en la puerta,
aguardando las palabras de su hijo al otro lado, hasta que por fin éste
continuó:
—Antes alguien dijo
"sangre".
Una brizna de tristeza apareció en
los ojos de Berta, que dijo, tranquilizadora:
—Sólo era una película de médicos,
cariño.
Al otro lado hubo un breve silencio.
Berta podía imaginar a su hijo asintiendo con la cabeza, y enseguida se
escuchó:
—Pero luego oí un grito.
—¿Un grito? —dijo Berta, con un tono
ingenuo.
—Sí.
Berta intentó recordar a qué grito
podía referirse su hijo, pero finalmente desistió y decidió decirle cualquier
cosa:
—Sólo era un concurso. La ganadora
gritaba de contenta. ¿Por qué no vuelves a la cama?
—Era el grito de una niña —advirtió
su hijo, para rebatir su teoría.
Berta guardó silencio.
—Ya —vaciló un segundo—. Pero no te
preocupes, las cosas que suceden en la tele no son de verdad. Vuelve a la cama,
¿vale, cariño?
—El hambre... —se escuchó al otro
lado.
—¿Sí? —dijo Berta.
—¿Los niños muertos de hambre
tampoco son verdad?
—No, claro que no, eso sí es cierto.
Además, tú no eres tonto, sabes que eso es verdad. ¿Por qué me lo preguntas si
lo sabes? No está bien que te hagas el tonto conmigo.
Su hijo pareció reír en silencio al
otro lado de la puerta, pero enseguida dijo, con un tono muy grave y temeroso,
arrastrando las palabras:
—En la tele suceden cosas malas...
Berta intentó disimular su tristeza:
—Pues no la veas, cariño. Ya sabemos
que tú... que tú ahora no puedes... te sienta mal ver la tele. Anda, por qué no
te vas a la cama, te acuestas, cierras los ojos...
—No soporto oír la tele. Me imagino
cosas —su voz, temblorosa, traslucía un terror obsesivo.
—No imagines, ¿vale? —dijo Berta con
un tono de voz conciliador, equilibrado, sereno—. Vete a dormir, ¿te has
tomado...?
—Sí —respondió su hijo, sin dejarle
terminar la pregunta.
Berta guardó silencio un instante, y
luego volvió a proponerle:
—Pues venga, vete a la cama, ¿vale,
cariño?
—Antes oí un tiro —inquirió su hijo
con la voz un tanto más ralentizada que antes.
Berta ya se había dado cuenta de que
su hijo podía parecer más sedado, de pronto, de una frase a otra, en el
transcurso de una conversación. Preguntarle que si se había tomado las
pastillas solía surtir aquel efecto, pero no sabía si su hijo era consciente de
ello: no podía saber si trataba de engañarla, o se engañaba.
—Sí,
es verdad —dijo Berta, esforzándose en resultar mucho más convincente—. Cambié
de canal un momento. Estaba zapeando, lo siento. Pero ahora estoy viendo el
concurso, no te preocupes, en el concurso no habrá disparos, ni dirán la
palabra sangre ni nada de nada, confía en mí, vuelve a tu habitación, y
acuéstate.
—¡La tele está encendida! —su hijo alzó ligeramente la voz, y Berta se
envaró por primera vez sobre la cama, mirando expectante hacia la puerta.
—¿Cariño? —preguntó.
Su hijo se quedó completamente callado al otro lado.
—Cariño —lo volvió a intentar Berta, con la mirada crispada hacia la
puerta, pero con un tono de voz inequívocamente cariñoso—. Es un poco tarde,
qué te parece si lo hablamos mañana... Mañana por la mañana...
Pero de pronto la manecilla de la puerta se sacudió súbitamente en
todas las direcciones. Al otro lado, su hijo intentaba entrar, y Berta se
incorporó más aún, alertada, en tensión, hasta que por fin su hijo desistió de
manipular la manecilla, y dejó de escuchársele tras la puerta.
La puerta estaba cerrada, pero Berta no podía dejar de mirar hacia
ella. De pronto se había quedado mirando fijamente la manecilla, atenta a
cualquier sonido que su hijo pudiera producir al otro lado.
La casa se había quedado en silencio. Al fin y al cabo acababa de
oscurecer y sólo pasaba algún que otro coche esporádicamente por la carretera.
Berta sabía que si se asomaba al balcón sólo conseguiría atisbar las luces de
las otras casas, a lo lejos. Y el teléfono estaba en el salón.
Pero por fin contuvo su
desesperación, miró la tele y dijo:
—Está bien. Mira, vamos a hacer una cosa, yo apago la tele —Berta
cogió el mando a distancia y apagó la tele—, y tú te vas a la cama ¿vale,
cariño?
Berta aguardó un instante, con la tele apagada, hasta que escuchó
de nuevo la voz de su hijo:
—Vale.
Berta suspiró al oír su voz.
—Yo voy a leer un poco y luego me duermo —dijo Berta, y cogió un
libro. Luego añadió—: Buenas noches, mi amor... —Y aguardó.
Al otro lado no se escuchó nada durante un instante, luego su hijo
dijo:
—Buenas noches —y se oyeron sus pasos alejándose.
Berta se cercioró de que sus pasos se perdían al final del pasillo, y
entonces abrió el libro. Estaba algo crispada, aunque había aprendido a
contenerse. Dio la vuelta al libro para mirar la portada, pero ni leyó el
título. Aún así, lo abrió por la mitad e intentó leer un párrafo al azar.
Transcurrió un instante, estuvo leyendo un par de páginas sin conseguir
enterarse de nada, con la cabeza en ningún sitio, intentando tranquilizarse,
cuando al otro lado de la puerta se escuchó de nuevo la voz de su hijo:
—Mamá...
Berta se sobresaltó ligeramente.
—Qué, cariño —dijo con un tono de voz terso, dulce, amable,
conciliador.
—La tele está encendida —dijo su hijo.
Y Berta miró la televisión, apagada, y de pronto las lágrimas le
asaltaron los ojos.
—No, cariño, la tele está apagada.
—¿Estás llorando, mamá?
—No, cariño, no estoy llorando —dijo Berta, secándose las lágrimas—.
Anda, ¿por qué... por qué no te acuestas? Mañana...
—Sí estás llorando —dijo su hijo.
Y Berta negó con la cabeza, negó varias veces pero su llanto
silencioso no le permitió volver a decir que no estaba llorando.
Del libro de cuentos “Historia sin cariño de Remedios Quiero Besarte”
(Baile del sol, Tenerife, 2005)
Nicolás Melini. Santa Cruz de La Palma, 1969 Es el autor más joven incluido
en el libro elaborado por los hispanistas franceses Literatura española actual
(2000-2010). Autor de una obra repartida en libros breves, ha publicado las
novelas El futbolista asesino (2000, reeditada en 2006 y 2011) y La sangre, la
luz, el violoncelo (2005), los volúmenes de cuentos Historia sin cariño de
Remedios Quiero Besarte (1999, reeditado en 2005), Cuaderno de mis mayores
(2002, reeditado en 2006) y Pulsión del amigo (2010); así como los poemarios
Cuadros de Hopper (2002) y Adonde marchaba (2004). Crítico de cine, guionista y
director, ha coescrito el cortometraje La raya, acreedor de numerosos premios,
colaboró en los diálogos adicionales de La balsa de piedra, largometraje del
holandés George Sluizer basado en la novela homónima de José Saramago, y ha
dirigido los cortometrajes Mirar es un pecado e Hijo, con los que ha obtenido
varias menciones especiales del jurado y concurrido a numerosos festivales
internacionales: La citadella del corto (Roma, Italia), Bello Horizonte
(Brasil), Slamdance Film Festival (Los Ángeles, EE.UU.), Upsala (Suecia), Cine
Chico (Nueva Zelanda), etc. Recientemente ha dirigido el documental La maleta
de Cervantes.
Aquí puede descargar en formato pdf: Nicolás Melini - Hijo
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Me ha puesto la carne de gallinita...Muy bueno!!!
ResponderEliminarBuena observación Ihintza, y bienvenida por aquí siempre.
ResponderEliminarEn verdad que hay algo fantasmal y oculto en el texto de Nicolás que da pavor, haciendo un empleo exquisito de elementos cotidianos y casi, pero solo casi en apariencia inocuos.