La Convocatoria Permanente de Narrativa, quiere destacar también las nuevas obras que se están publicando, de esta manera, ofrecer al lector una primicia y una motivación para adquirir el texto completo. De la misma manera, invitamos a los autores y las editoriales, para participar en este espacio, dando a conocer una pequeña muestra de sus obras en narrativas que recién ven la luz.
Esta semana, el narrador invitado es Juan Ramón Rojas, con el cuento La madre de su libro de cuentos Este Gris Laberinto. Ediciones Uruk. 2011. El cual ya está disponible en las principales librerías del país.
La madre
Palpó la frente
encendida y las mejillas sudorosas con el dorso de su mano de madre. Confirmó que ardía en
la fiebre que padecía
desde hacía varios días, sin que nada le bajara la calentura. La torturaban aquellas pupilas vidriosas, su mirada perdida, el
rostro inexpresivo, el balbuceo de palabras ininteligibles.
No lo pensó más.
Se alistó rápidamente y poco después caminaba con toda su energía con el niño de tres años a la espalda, rumbo al
puesto de salud pública del pueblo más cercano, en busca del médico que lo atendiera
de urgencia y lo pudiera salvar.
La madrugada estaba fría y húmeda, pero su
cuerpo, derrochando
vitalidad, parecía insensible a las adversidades. Por trillos escabrosos, caminó horas cobijada
por la impenetrable oscuridad de la noche, la compañía de los ruidos nocturnos, el
murmullo del agua en los riachuelos que se deslizaban ruidosos en pequeñas cascadas y el viento que movía cadenciosas las altas
copas de los árboles como si fueran gigantescos fantasmas en la oscuridad.
No escapaba del
temor a ser sorprendida por una terciopelo que se hubiera quedado agazapada en
la estrecha vereda que se abría paso entre la tupida vegetación. Una mordedura acabaría con su
vida y el sueño de ver crecer sano a su hijo.
Atrás iba
quedando El Progreso, como caprichosamente se llamaba el lugar donde tenía su
desvencijada casa, en una remotísima reserva indígena alejada de todos los servicios básicos. Más que un
pueblo, era un lugar con unas pocas casas desperdigadas en el regazo de una montaña,
que se comunicaban entre si por caminos intransitables en algunas épocas del año, igual al que la
que la llevaría en busca del médico.
Caminó toda la
madrugada sufriendo, en su corazón, el llanto intermitente y la respiración agitada del
hijo, el calor de la fiebre y el copioso
sudor que bañaba ambos cuerpos cobrizos.
Horas después, divisó, por el este, las señales de una aurora cercana. No había sentido el camino. Luego
los primeros rayos de un sol tibio
comenzaron a invadir todo el entorno
y a derretir los gigantescos bancos de neblina que arropaban las hondonadas y las cimas del bosque. El
sol calentó y comenzó a sentir con
dureza el calor. Con la luz del día y tratando de ignorar el cansancio que empezaba a negarle las fuerzas, trató de apurar el paso. Estaba cerca de
la meta. A la lejanía, escuchó un perro ladrar solitario.
Eran casi las
nueve de la mañana cuando divisó a la distancia un escampado. Allí estaba el
pueblo al cual se dirigía, un caserío de pocas viviendas pobres, la mayoría de madera con techos
de paja y paredes despintadas de madera. Divisó el modesto inmueble donde se
alojaba el puesto de salud pública. Lo observó con un sentimiento de esperanza. Sintió humedecer sus
ojos. Tenía la garanta seca y creía que no podría hablar, pero su corazón
comenzó a palpitar con una vitalidad tan fuerte que ignoraba la fatiga. Respiró
hondo y se dijo que faltaba
lo menos. Ya casi lo lograba. Atravesó el humilde caserío con paso firme con las
pocas fuerzas que le restaban.
En el puesto de salud entregaría al niño en manos
de la ciencia moderna, lo cual le provocaba un gran alivio. Le suplicaría a los
médicos, por favor, sálvenlo, que es todo lo que tengo, es la razón de mi vida.
Ustedes son la única esperanza para que continúe viviendo, para verlo crecer entre estos montes, entre las
siembras de maíz, de frijol, de cacao, como lo había hecho ella toda la vida y como lo
hicieron sus padres, para sobrevivir.
Estaba segura que los médicos no la defraudarían.
Aplicarían toda su sabiduría adquirida en
buenas universidades de la capital y del
exterior, todo su conocimiento. Harían hasta
lo imposible por preservar una vida que recién comenzaba abriéndose
paso entre las adversidades y que también era
su propia existencia.
Ya sin fuerzas,
al punto del desfallecimiento, con todo su cuerpo empapado en un frío sudor,
recurriendo apenas a la energía que le daba su instinto materno, midiendo
la distancia, contando los pasos, avanzó
con la vista fija en la tierra escabrosa
que trituraba con sus gastadas botas de hule, pensando que pronto alzaría la mirada y tendría el
edificio al alcance de su mano.
Al fin llegó. Lo
vio cerrado, impenetrable. Un letrero en la puerta de madera, como si estuviera
escrito sobre una lápida, la impactó como una desgarradora premonición. Con dificultad pudo
deletrear: "Hoy no habrá atención al público. Regrese mañana." Con sus labios,
palpó la frente sudorosa del niño que continuaba ardiendo en calentura.
Aquí puede descargar en formato pdf: Juan Ramón Rojas - La Madre
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