La Jamalula
—Lo
hice para que no sufriera —decía la tía Lola.
La
tía Lola había organizado el universo de la casa para que todo funcionara
dentro de un orden casi perfecto, presidido por ella, para mayor gloria de Dios
y de la Virgen Santísima.
—¡Niña
—decía la tía—, el remejedero se pone siempre al lado del tostador, con cuidado
de que no se queme la cabeza, que es de trapo!
—¡Niña,
ese cuchillo ni se toca, que es el de matar baifos! —decía señalando una
especie de cimitarra gigante que colgaba de una escarpia en la pared de la
cocina.
—¡Niña,
el trapo de secar vasos siempre va el primero en el colgador! Ni se te ocurra
secarte las manos en él.
—¡Niña,
después de levantarse y antes de desayunar, se recogen la bacinillas de peltre
de debajo las camas, se bota el orín y se ponen a enjuagar ahí más abajo!
Eso
me lo decía mi tía en los Lajares, cerca de la Rosa del Cohombrillo que es
donde estaba la casa y donde las tardes se ponían rojas como un incendio y mis
tías decían que era la Virgen que estaba planchando, pero no era la Virgen ni
nada, sino que los atardeceres de la isla del viento eran rojos porque la
tierra y el aire tenían el mismo color.
Aquella
tarde estábamos sentadas fuera, en el patio de la casa, y escuchábamos el
gemido de la camella en aquel horizonte pelado.
—Esa
es La Jamalula que está pariendo
—dijo la tití Lola.
Pero
todas siguieron hablando porque las camellas parían solas y había que dejarlas
tranquilas. La tití Lola era tiesa como un pírgano y seca como un palo y grande
como un armario y decía que la leche de camella era la mejor del mundo, después
de la leche de burra. Y que ella tenía esa constitución porque mezclaba la
leche de camella y de burra con gofio, desde chiquitita. Todas estaban
contentas porque paría La Jamalula y
entonces habría leche. Aquella tarde roja, estábamos rezando el rosario que
llevaba la tití Lola que era la que se sabía los misterios y las letanías y la
que mangoneaba, pero entre misterio y misterio, hablábamos cosas.
—Yo
me meto debajo de la burra y chupo de las tetillas— decía yo entonces se reían
todas. La leche de la burra era dulce.
Vinieron
unos hombres del cercado y dijeron que La
Jamalula se había metido en la gavia cumplida y que no había manera de
sacarla. Mi tía Lola se fue con ellos y nos dijo a nosotras que nos
estuviéramos quietas y que siguiéramos rezando el rosario que es lo mejor que
podíamos hacer. Llevaron sogas, el ronzal y unas especies de barrederas de
hierro que utilizaban para limpiar el fondo de los pozos y así anduvieron
tiempo y a nosotras no nos dejaban ir, sino que oíamos los gemidos de La Jamalula, cada vez más quedos, como
si estuviera pariendo, pero no estaba pariendo sino atrapada en el fango. Con
nosotras se quedó también el tío Liberto, de Tiscamanita, que era manco y no
podía hacer nada y mi tía decía que era un chisgarabís. Pero el tío Liberto no
era atravesado, sino que le daba al ron y se aturrullaba porque siempre estaba
mascando tabaco.
Ya
se había quitado el rojo del cielo y ahora estaba todo negro. Así que sentimos
a mi tía Lola que volvía con los hombres a buscar carburos y antorchas de brea.
Mi tía Lola entró en la cocina y cogió el cuchillo y sólo dijo que faltaba
poquito para sacarla del fango de la gavia. Hicieron un último esfuerzo por
arrastrar la camella hasta la parte seca de la charca. Fue inútil. Entonces mi
tía mandó que se fueran todos y que la dejaran sola. Se descalzó, se quitó las
medias, se arremangó el zagalejo hasta la cintura, se metió en la charca y
empezó a hablarle a La Jamalula hasta
que la agarró con una mano por la cabeza y se la echó para detrás con todas sus
fuerzas. Con la otra cogió el cuchillo de matar baifos y le dio un sajazo en el
cuello, hasta degollarla. Fue entonces cuando sentimos el grito prolongado que
se apagó poco a poco y luego no lo volvimos a oír.
Al
cabo de un rato vimos aparecer a la tití Lola andando por el camino y salimos
todas corriendo a ver qué le pasaba, porque estaba como derrotada.
—Lo
hice para que no sufriera más, dijo.
La
tía no lloraba ni nada, sino que decía que se hizo lo que se tenía que hacer.
Aquel día no se me olvida nunca. La tarde aquella roja como un incendio. La
camella y el guelfo que traía dentro nos los comimos. Eran tiempos de hambre.
Plata
antigua
En
realidad estás ahí sentada al lado de la piedra de lavar, viendo cómo luce la
ropa blanca, azulada por el añil. Tu pelo es también blanco, como si
estuviera hecho de plata antigua y la sonrisa te sale aún fresca porque vienes
de alguna claridad que ninguno de nosotros ha podido tocar, llena de
ventanas por las que entra el mar sin bordes de tu infancia. ¿Dónde has estado?
He estado guindando agua fresca en las
maretas de Lajares con mi abuelo. Pero dime, ¿qué día es hoy?
Te veo
cosiendo por dentro las costuras del recuerdo, caminando por veredas de jable,
mientras hilvanas sueños a tu antojo y correteas de aquí para allá por encima
de los muros de piedra limpia y amarilla. ¿Dónde estuviste? Estuve jugando con el guelfo de la camella
en la gavia cumplida. ¿Sabes qué día es hoy?
Qué
guapa estás con la mirada puesta en el patio de flores de la acuarela de Bonín.
Ahora no puedes ver el botijo, ni el piano, ni la silla de enea que yo pinté
para ti, cuando apenas despuntaban los años, porque estás sentada de espaldas,
pero dime, ¿dónde estás? Estoy aquí
sentada bajo el alpende, en Majanicho. Ya se hizo de noche y ha salido la luna.
Estoy mirando las aulagas y los espinos y a mi tía leyendo una novela de amor.
Pero ¿qué día es hoy, dime?
No
importa el día en que estemos. La vida pasa como un soplo y se nubla con el
siroco, sin pedir permiso a nadie. Tú vienes del aire líquido del mar y eres
una niña que juega y acabas de lavarte la cara con la flor del agua y nos dices
adiós con la mano.
La espera
Lavó
la lana con agua salada para quitarle la suarda y la puso al sol. Cuando se
secó, la abrió con los dedos y la trabó en la hendidura de la caña para
hilarla. Lo hizo con mucha nostalgia, hasta devanar la mazaroca. Luego le tejió
unos calcetines gruesos porque allí, donde él estaba, hacía mucho frío, y se
los mandó en un paquete. Él estaba lejos, lo habían mandado a la guerra. Ella
se sentaba junto a la ventana en una silla de enea y esperaba, mirando entre
los visillos el camino que baja desde la gavia cumplida, entre las pencas,
hasta la casa. Ella se sentaba y hacía empleitas con hojas secas de palma. De
vez en cuando levantaba la cabeza y miraba el camino. Allí fija, en la ventana,
como una estatua esperando ver llegar su cadáver en una furgona militar.
Me llamo Juan Yanes y tuve la suerte de nacer en
el Jardín de las Hespérides, que está situado, más o menos, sobre los restos de
la antigua Atlántida, que es, más o menos, el lugar que ocupan hoy unas islas
diminutas llamadas, Canarias.
Casi todos los canarios somos poetas o
narradores. Es un lío enorme de poetas y poetisas el que hay aquí. Pero de ese
extraño fenómeno no tenemos mérito ni demerito alguno, es uno de esos
determinismos históricos que acaecen de forma natural. Ahora nos está afectando
mucho el cambio climático y se nota una languidez terrible en los versos y una
falta de nervio exasperante en la escritura.
Tuve mala suerte con la fecha de nacimiento.
Me nacieron en mal momento, 1947. Eran los años grises de la Posguerra Incivil
española. Nací exactamente, en el llamado Periodo de Autarquía, con lo cual
pasé más hambre que un bendito y la prolongada ausencia de aportes proteínicos,
en la dieta alimenticia de mi infancia y pubescencia, hizo que mi genio
literario floreciera más bien tardíamente, si es que ha florecido, que no lo
tengo muy claro. Estoy en ello. También tuvo culpa de ese retraso la cantidad
de años que tardó en morirse el Dictador y la inutilidad de nuestros esfuerzos
por arrojarlo al basurero de la historia.
Di clase en la Universidad de La Laguna, en
la Facultad de Educación. Dar clase es algo que me produce una vibración muy
profunda, que solo podría explicar en términos estéticos y morales. Pero mi
verdadera pasión secreta es la pintura y la escritura. Otro día les hablaré de
la pintura. Hoy sólo me gustaría decirles que escribo desde hace mucho tiempo y
sólo me he animado a publicar desde que he descubierto el artilugio este de los
blogs, donde tú eres escritor, editor, librero, diseñador, crítico y
contertulio. Literatura en estado puro. Ausencia total de venalidad. Me hace
mucha gracia eso de publicar en el blog. Tiene morbo. Hasta hace poco, entraba
todas las noches en el mío, un chino o una china, estaba un ratito y se iba en
silencio. ¿Qué escritor normal tiene lectores en China? Ninguno. Solamente he
publicado en papel un librito, Bestiario
Lector, que también he colgado en mi blog, faltaría más y un artículo sobre
las fábulas en una remota revista, cuyo nombre he olvidado.
Para terminar les diré que creo, a pie
juntillas, lo que dice mi maestro y
confidente, Lichtenberg: “Siempre es preferible darle el tiro de gracia
a un escritor que perdonarle la vida en una reseña”. Así que
¡disparen!
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Aquí puede descargar en formato pdf: Tres cuentos de la isla Fuerteventura de Juan Yanes Glez
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Me ha gustado descubrir este blog a través del de Juan Yanes, que ya me ha dado a conocer muchos otros blogs y escritores desde el suyo. Y también conocerle un poco más a él a través de sus palabras.
ResponderEliminarGracias, pues, en ambos sentidos. Ha sido un viaje interesante.
Halagado Susana y bienvenida siempre por aquí.
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