1000 Cuentos |
El Abrazo, Kiko Rodríguez. Acrítlo sobre papel. |
Amor
La puerta se abrió y el carcelero arrojó algo al
interior de la celda.
— ¡Tenga! —dijo. Era un saco marcado con un número.
Cayó al suelo, precisamente ante los pies del preso. B. se levantó, respiró profundamente
y miró al carcelero.
— ¡Su traje de civil! —dijo éste—. ¡Póngaselo!
Enseguida vendrán a afeitarle.
El saco contenía el traje que se había quitado
siete años antes y los zapatos. El traje estaba completamente arrugado y los
zapatos se habían enmohecido. Desdobló la camisa y comprobó que también estaba
enmohecida. Para cuando terminó de vestirse, llegó el prisionero que hacía de barbero
y lo afeitó.
Una hora más tarde lo condujeron a la pequeña
oficina de la prisión. En el corredor se hallaban ya ocho o diez presos que,
como él, habían vuelto a ponerse sus trajes de civil; no obstante, fue a él a quien
llamaron en primer lugar, apenas llegó a la puerta de la oficina. Detrás de la
mesa se hallaba sentado un sargento; a su lado había otro, de pie. Ante ellos,
un capitán recorría con pasos lentos la reducida estancia.
— ¡Venga aquí! —dijo el sargento que estaba sentado—.
¿Nombre?... ¿Nombre de la madre?...
— ¿Adónde piensa usted dirigirse ahora?
— No lo sé —dijo B.
— ¿Cómo? —Preguntó el sargento—. ¿Es que no sabe
adónde va a ir?
— No —dijo B. —. No sé adónde me llevan.
El sargento le dirigió una mirada malhumorada.
— No le llevan a ninguna parte —dijo con aspereza—.
Puede irse a su casa a comer con su mujer. Y esta noche podrá hacer algo más
que comer. ¿Comprendido?
El preso no respondió.
— ¿Así que adónde va? —preguntó el sargento
— Calle Szilfa, número 2.
— Budapest, ¿qué zona?
— Segundo distrito —dijo B—. ¿Por qué me ponen en
libertad?
— ¡Déjese de preguntas! —gruñó el sargento—. Lo
sueltan, y asunto concluido. Alégrese de librarse al fin de nosotros.
De la habitación vecina trajeron sus objetos de
valor: un reloj de pulsera de níquel, una estilográfica y una cartera muy
usada, de color negro verdoso, que había heredado de su padre. La cartera
estaba vacía.
— ¡Firme esto! —dijo el sargento. Era el recibo de
la entrega del reloj, la pluma y la cartera —.
— ¡Esto también! Se trataba de otro recibo por
ciento cuarenta y seis florines de salario. Contaron el dinero y lo dejaron
ante él, sobre la mesa.
— ¡Tómelo! —dijo el sargento. B. volvió a sacar la
cartera y puso los billetes, junto con la moneda suelta, en uno de los
compartimientos. También la cartera despedía olor a moho. En último lugar le
entregaron el certificado de libertad. La línea punteada correspondiente a los
motivos de la detención estaba en blanco. Tuvo que esperar todavía cerca de una
hora hasta que, con otros tres, le acompañaron a la puerta de la prisión. Pero
antes de que hubiera llegado a ella, los detuvo un sargento que vino corriendo
tras ellos. De entre los cuatro del grupo separó a uno que fue conducido de
nuevo, entre dos guardias armados de pistolas ametralladoras, al interior de la
prisión. La recién afeitada cara del prisionero se puso súbitamente amarilla,
como si fuera presa de un acceso de bilis, y sus ojos parecieron convertirse en
gelatina. Los otros tres siguieron hasta la puerta.
— ¡Allí está el tranvía! ¡Tómelo! —dijo el guardián
a B. después de haber examinado y devuelto el certificado de libertad; B, se
detuvo y se quedó mirando ante sí, hacia el suelo.
— ¿Qué espera? —preguntó el sargento. B. continuó
parado, mirando al suelo.
— ¡Váyase a la mierda! —dijo el guardián—. ¿A qué
espera?
— Ya me voy —dijo B.—. Conque ¿puedo irme?
El guardián no respondió. B. se metió en el
bolsillo el certificado de libertad y atravesó el vano de la puerta. Después de
haber dado algunos pasos sintió un vivo deseo de mirar hacia atrás, pero se contuvo
y siguió adelante. Sintió, pero no oyó, pasos a su espalda. Pensó que si
lograba llegar hasta el tranvía sin que una mano le agarrara el hombro por
detrás y sin que oyera gritar su nombre a sus espaldas, era de suponer que le
habían puesto definitivamente en libertad. ¿Definitivamente?
Cuando llegó a la parada del tranvía, se volvió
repentinamente: nadie había venido en pos de él. Hurgó en el bolsillo de su
pantalón, pero no tenía un pañuelo para secarse el sudor que había invadido su
frente. Subió al tranvía que paró con estridente ruido, precisamente ante él.
Al mismo tiempo, del coche-remolque bajó un carcelero y, al pasar a lo largo
del primer coche, volvió su cara picada de viruela y le miró con sus pequeños
ojos, larga y provocativamente. B. no le saludó. El tranvía se puso en marcha.
En ese momento —a partir de la fracción de segundo
en que no saludó al carcelero y el tranvía se puso en movimiento— el mundo
empezó a sonar a su alrededor. Fue la misma sensación que la que se experimenta
en el cine cuando, debido a una falla, la película sigue proyectándose, pero
sin acompañamiento sonoro y, de repente, en medio de una frase o de una
palabra, la voz vuelve a la muda y abierta boca de los actores; entonces, la
sala sordomuda en la que parece como si también el público hubiese perdido su
tercera dimensión, se llena súbitamente, en el milésimo de un segundo, hasta el
techo, del sonido de la música, del canto, del diálogo. A su alrededor, los colores
comenzaron a surgir con inusitada intensidad. El tranvía que venía en dirección
contraria era tan amarillo que le dio la impresión de no haber visto un color
así en toda su vida. Pasó a tal velocidad ante una casa de un piso, de color
gris chillón, que B. tuvo la sensación de que nunca podrían hacerlo parar. Al
otro lado de la calle, dos caballos de color rojo amapola trotaban ante un
carro de transporte vacío, cuyo acompasado traqueteo hacía vibrar los mágicos
cúmulos que cabalgaban por el cielo. Un jardincito verde botella pasó ondeando
hacia atrás, con dos resplandecientes bloques de cristal y, detrás de ellos, la
abierta ventana de una cocina. En las aceras pasaban muchos millones de
hombres, todos en traje de civil, y todos diferentes y a cual más hermosos. Muchos
de ellos eran de sorprendente baja estatura, uno que otro apenas llegaba a la
rodilla de los transeúntes y a muchos tenían que llevarles en brazos. ¡Y las
mujeres...!
B. al darse cuenta de que sus ojos estaban bañados
en lágrimas, pasó al interior del tranvía. La cobradora tenía una suave y
acariciadora voz. B. pagó el billete y se sentó en el extremo del coche, en un
asiento del rincón. Se encerró en sí mismo; temió que, de no hacerlo así,
perdería el control de sus nervios. Una de las veces, al mirar por la ventana,
vio enfrente, en la acera, ante la puerta de la fábrica de cerveza, a un hombre
que acariciaba el rostro de una muchacha. Volvió a meter la mano en el
bolsillo, pero tampoco esta vez encontró un pañuelo para enjugar el sudor que
había brotado en su frente. En el asiento vacío opuesto al suyo se sentó un
obrero que llevaba una caja, abierta, por la que asomaban diez botellas de
cerveza. La cobradora dijo riendo:
—¿No será mucho?
—Soy un padre de familia, camarada —dijo el
obrero—. A mi mujer le gusta mirar cómo bebe su marido.
La cobradora se echó a reír.
— ¿Mirar?
— ¡Pues claro!
— ¿Es cerveza negra?
— Sí, negra.
— La clara es mejor.
— A mi mujer le gusta mirar la negra.
La cobradora soltó una carcajada.
— Podría regalarme una botella.
— ¿De la negra?
— Si no tiene de otra...
— ¿Para qué la quiere?
La cobradora se rió.
— Se la llevaría a mi marido...
— ¿Para qué? Es negra y a él le gusta la clara
—dijo el obrero.
Otra vez se dejó oír la risa de la cobradora.
Llegaron a una parada. B. descendió y tomó un taxi. El chofer bajó la banderita
del contador.
— ¿Adonde desea ir? —preguntó pasado un rato y viendo
que el viajero permanecía en silencio—.
— A Buda —dijo B.
El chofer se volvió y se quedó mirando al viajero.
—¿Por cuál puente?
B. dejó vagar su mirada en el vacío.
— ¿Por cuál puente? ¿No conoce usted la
ciudad?—preguntó el chofer.
— Por el Puente Margit —dijo B.
El taxi se puso en marcha. B. estaba sentado con la
espalda erguida, sin recostarse en el respaldo. A través de la abierta
ventanilla del cajero irrumpió el olor a polvo, a gasolina, de la soleada
calleja, él tintineo de los tranvías. A los dos lados, las aceras estaban
bañadas por el sol y eran tantas las sombras que recorrían unas tras otras,
cruzándose ante los zapatos de los transeúntes, que el tránsito aparecía como
duplicado. Bajo el toldo con rayas anaranjadas de una cafetería, una mujer joven
fumaba un cigarrillo envuelto en una rojiza luz. Más allá, en la esquina de la
acera, un joven castaño de Indias se había cubierto ya de follaje y proyectaba
un palmo de vibrátil y reverberante sombra.
—Si ve una tabaquería…—dijo B. al chofer.
Se detuvieron tres edificios más allá. B. miró por
la ventanilla. Se encontraba ante la puerta abierta de una tienda, delante de
una montaña de rabanillos frescos, otra de lechugas y otra de manzanas Jonathan
color escarlata. Un poco más lejos, la angosta entrada de una tabaquería.
— Quédese sentado —dijo el chofer volviendo la
cabeza—. Iré yo. ¿Qué cigarros desea?
B. miraba los rabanillos. Le temblaban las manos.
— ¿Kossuth?
— Sí —dijo B.—. Y una caja de cerillos. El chofer
se apeó.
— Deje, lo añadiremos al importe de la carrera.
¿Una cajetilla?
— Sí, haga el favor —respondió B.
— ¿Quiere encender uno? —preguntó el chofer al
volver—. También mi cuñado estuvo encerrado dos años. Lo primero que hizo él
también fue ir a por tabaco. Sólo fue a casa, adonde la familia, después de
haber fumado dos Kossuth, uno tras de otro.
— ¿Se me nota mucho? —preguntó B. pasado cierto
tiempo.
— Bueno, la verdad, se le nota un poco —dijo el
chofer, pasado cierto tiempo—.
También mi cuñado tenía un color así de enfermizo.
Claro, también podía haber estado en el hospital, pero de allí no se sale con
la ropa tan arrugada. ¿Cuánto tiempo ha estado?
— Siete años —contestó B.
El chofer dejó escapar un silbido.
— ¿Política?
— Sí —dijo B.—. Año y medio en la celda de los
condenados a muerte.
— ¿Y le han puesto en libertad ahora?
— Eso parece —dijo B.—. ¿Se me nota mucho?
El chofer levantó los hombros y los volvió a bajar:
—¡Siete años! —repitió—. ¡Cómo no iba a notarse!
B. se apeó frente a la estación Fogaskerckü del
ferrocarril de cremallera, y recorrió a pie el camino restante; quería
acostumbrarse a moverse libremente antes de encontrarse con su esposa. El chofer
no aceptó la propina.
— Tendrá necesidad de dinero, camarada —dijo—. No
gaste en nada que no vaya en beneficio de su salud. Todos los días carne, medio
litro de vino, y se restablecerá en un dos por tres.
— Hasta la vista —dijo B.
Enfrente, un poco hacia atrás, percibió un estrecho
espejo en el escaparate de una tienda de modas. Permaneció un tiempo ante él y,
después, continuó su camino. Como en la avenida Pasareti había mucha gente,
tomó un sendero que al borde de un campo de tenis, subía por la ladera de la
colina. Llegó a la calle Herman Ottó. Arriba, lo que sobraba era espacio, con
solares sin edificar que se abrían directamente hacia las montañas de enfrente.
Sintió un vértigo y se sentó en la hierba. Pensó que, puesto que su esposa no
lo esperaba, podía permanecer media hora descansando en la hierba. Opuesto a
él, detrás de una cerca, había un manzano en flor. B. lo estuvo contemplando un
rato y, después, se aproximó a la cerca. Las blancas flores del manzano, que
despedían un reflejo cerúleo, poblaban tan densamente las ramas que, al mirar
la nívea corona desde abajo, apenas se veía a su través el trémulo plano azul
intenso del cielo. Al detenerse a mirar las flores una a una, en lo más
profundo de ellas, en el cáliz, en el comienzo de los pétalos estrechos abajo y
redondeados en el borde superior, se veía un tinte rosado que coloreaba
delicadamente su nupcial resplandor. Eran tantas las abejas que zumbaban entre
las flores, dejando un tenue y vibrante hilillo de oro en el blanco tejido de
los pétalos, que todo el árbol parecía ondear como un velo lanzado al viento.
B. permaneció parado oyendo la vibración del manzano. Entre dos ramas se podía
percibir el cielo, y más allá, una quieta nube aborregada que hacía el efecto
de como si, en una inalcanzable lejanía, hubiera otro manzano en flor, encima del
de abajo. Se quedó mirándolos, el tangible y el imposible de tocar, hasta que
sintió un mareo.
Como había olvidado dar cuerda a su reloj de
pulsera y no sabía el tiempo que había transcurrido desde que bajó del taxi,
dio media vuelta y se dirigió a su casa. Después de dar unos pasos, se detuvo
detrás de un arbusto y vomitó; luego, se sintió aliviado. Habiendo caminado una
media hora por callejuelas donde el sol trazaba una estrecha franja de luz y
que espolvoreaban con sus frutales en flor toda la ladera de la colina, se paró
ante la casa. Vivían en el primer piso. En el jardín, a los dos lados de la
puerta, había un macizo de lilas blancas. Subió la escalera. Tocó el timbre
pero nadie vino a abrir la puerta. En ella no había ninguna placa con el nombre
del inquilino. Bajó al entresuelo, adonde la portera, y timbró.
— Buenos días —dijo a la mujer que abrió la puerta.
También ella parecía enflaquecida y avejentada.
— ¿A quién busca?
— Soy B. ¿Mi esposa vive todavía aquí?
— ¡Santo Dios! —exclamó la mujer. B. miró hacia el
suelo.
— ¿Mi esposa vive todavía aquí?
— ¡Santo Dios! —volvió a decir la mujer—. ¿Ha
vuelto a casa?
— Sí, a casa —dijo B.—. ¿Mi esposa vive todavía
aquí?
La mujer soltó el picaporte y se apoyó en el marco
de la puerta.
— ¿Ha venido a casa? —repitió—. ¡Santo Dios! ¡Claro
que vive aquí! ¿Tampoco ella sabe que ha vuelto? ¡Dios mío! ¡Claro que vive
aquí!
— ¿Y mi hijo también? —preguntó B. La mujer
comprendió.
—Está muy bien —dijo—, sano, no le ha pasado nada;
está hecho un hombrecito guapo y formal.
¡Santo Dios!
B. permaneció callado.
— Entre, entre a mi casa —dijo la mujer con voz
temblorosa—. ¡Entre! Estaba segura de que era inocente. Sabía que volvería a
casa.
— No ha abierto la puerta —dijo B. — .Y eso que he
llamado tres veces.
— Entre, entre a donde nosotros —repitió la mujer—.
Es que no está en casa. También los otros inquilinos han salido.
B. calló y miró el suelo.
— Su esposa trabaja y Gyurika no ha vuelto aún de
la escuela —dijo la mujer—. ¿No quiere pasar? Volverán a casa por la tarde.
— ¿Hay otros inquilinos? —preguntó B.
—Es gente buena —explicó la portera—. Su esposa se
entiende bien con ellos. Conque ¿ha vuelto a casa?
B. no dijo nada.
— Yo tengo la llave del departamento —dijo la mujer
un poco después—. Suba y descanse hasta que venga su esposa.
En la pared, de un clavo, colgaban dos llaves; la
mujer tomó una de ellas y volvió a la puerta.
— ¡Suba, suba a descansar! —dijo. B. seguía mirando
hacia el suelo.
— ¿Viene usted conmigo? —inquirió.
— Claro —dijo la mujer—, voy a enseñarle la
habitación que ocupa su esposa.
— ¿Qué habitación ocupa? —preguntó B.
— La cosa es que como los coinquilinos son cuatro
—explicó la mujer—, les han concedido a ellos las dos habitaciones. Su esposa y
el niño ocupan la habitación de servicio. Pero la cocina y el cuarto de baño
son comunes.
B. no respondió.
— ¿Subimos? —preguntó la mujer—. ¿O prefiere
esperar en mi casa hasta que vuelvan?
Recuéstese donde nosotros, en el diván, y descanse
un poquito hasta que vengan.
— ¿La cocina y el cuarto de baño son comunes?
—preguntó B.
— Claro que comunes —afirmó la portera. B. levantó
la cabeza y miró cara a cara a la mujer:
— Entonces, ¿tengo derecho a bañarme?
— Naturalmente —dijo sonriendo la mujer y tomó
suavemente el codo de B. como si quisiera sostenerle—. Claro que tiene derecho
a bañarse, no faltaba más. El piso es también de ustedes y ya le he dicho que
la cocina y el cuarto de baño son comunes. Le prepararía con mucho gusto agua caliente,
porque en el sótano tengo un poco de leña que me ha quedado del invierno, pero
tengo entendido que los inquilinos suelen cerrar el cuarto de baño durante el
día.
B. no dijo nada y volvió a mirar al suelo.
— ¿Subimos o quiere quedarse en mi casa? —preguntó
la mujer—. Quédese, se lo ruego. Yo estoy en la cocina y no lo molestaré: se
acuesta en el diván y, a lo mejor, consigue dormir un poco.
— Gracias —respondió B.—, prefiero subir.
La ventana de la reducida habitación de servicio
daba al norte como, por lo general, la de todos los cuartos de sirvientas;
delante de ella se veía un fresno y, a la izquierda, la oscura cumbre del monte
Gugger cubierta de pinos. El follaje del fresno prestaba una verdosa oscuridad
a la habitación. Cuando se quedó solo y se calmó su jadeo, reconoció el olor de
su mujer. Se sentó cerca de la ventana y respiró ese olor. Contempló el follaje
del fresno. En la pequeña habitación había, por todo mobiliario, un
desvencijado armario blanco, una cama de hierro, una mesa y una silla. No se
acostó en la cama; siguió sentado, respirando. En la mesa se apilaban objetos
de toda clase; libros, ropas, juguetes. Había también un pequeño espejo de
mano; se miró en él. Le mostró lo mismo que el del escaparate de la tienda
situada frente a la estación del ferrocarril de cremallera. Lo volvió a poner
sobre la mesa, con el cristal hacia abajo. No registró entre los objetos de su
esposa que se hallaban sobre la mesa. En el recogedor de ceniza que estaba ante
la estufa había una pelota con lunares rojos. Sintió que el olor de su mujer
invadía también la mesa.
Apenas había vuelto a sentarse al lado de la
ventana, cuando entró la portera trayéndole una gran taza de café con leche y dos
buenas rebanadas de pan dulce. Lo comió todo en cuanto se quedó solo. Al poco
tiempo tocó el timbre la vecina del entresuelo, que le trajo igualmente una
taza de café con leche, pan con mantequilla, chorizo y una manzana Jonathan
como las que había visto en el escaparate de la tienda en la calle Közért. La
vecina puso la bandeja sobre la mesa; tenía los ojos bañados en lágrimas y no
tardó en irse. Entonces B. comió todo lo que le había traído. Todavía no había
dado cuerda al reloj e ignoraba cuánto tiempo había permanecido sentado cerca
de la ventana, que daba al jardín de la parte de atrás de la casa, donde no
había nadie. Entre las hojas verde claro, ribeteadas de blanco del fresno, se
agitaba de vez en cuando un poco de brisa que hacía estremecer la luz del
atardecer en las blancas paredes de la habitación de servicio.
Cuando se saturó del olor de su esposa y dejó de
sentirlo, bajó a la calle, hasta la puerta del jardín. Pasado un rato su mujer
dobló la esquina, rodeada de tres o cuatro chiquillos. Al acercarse a la puerta,
los pasos de la mujer se hicieron repentinamente más lentos y hasta llegó a
pararse un instante, para después echar a correr hacia él. También B. se echó a
correr sin darse cuenta. Cuando estaban cerca el uno del otro, la mujer se
detuvo súbitamente, como si se sintiera presa de una duda; luego, echó a correr
de nuevo. B. reconoció el jersey gris con rayas negras que llevaba y que, poco
antes de ser encarcelado, le había comprado él en una conocida casa de modas
del centro. Su mujer le parecía un ser especial y nunca visto compuesto de aire
y carne, único en género. Sobrepasaba todo lo que sobre ella había conservado
en los siete años de cárcel.
Cuando rompieron su abrazo, B. se apoyó en la
cerca. Detrás de la mujer había cuatro o cinco chiquillos que les contemplaban
con una curiosa, pero ligeramente sorprendida expresión. Representaban entre
siete y nueve años. No eran cinco, sino sólo cuatro, y B., apoyado en la cerca,
los fue examinando uno por uno.
— ¿Cuál es el mío? —preguntó. Fue entonces cuando
la mujer rompió a llorar.
— ¡Vamos a casa! —dijo sollozando. B. rodeó sus
hombros.
— ¡No llores!
— ¡Vamos a casa! —dijo la mujer sollozando ruidosamente.
— ¡No llores! —la consoló B—. ¿Cuál es el mío?
La mujer empujó la puerta del jardín y corrió hacia
la casa desapareciendo entre los dos arbustos de lilas de la entrada. Seguía
siendo igual de esbelta que cuando se separaron y sus pasos eran tan largos y
elásticos como cierta vez, de soltera, había corrido huyendo de una vaca, con movimientos
que el miedo hacía desordenados. Pero cuando B. llegó al piso y la alcanzó ante
la puerta se había tranquilizado ya: sólo sus pechos, sus pechos de jovencita,
seguían palpitando fuertemente bajo el jersey rayado. Había dejado de llorar
pero en sus ojos se veían huellas de las enjugadas lágrimas.
— ¡Querido! —le susurró—. ¡Pobre querido mío!
Murmuraba aquello de tal manera que no hubiese
querido sorber de sus labios, una a una, todas las palabras.
— ¡Entremos! —dijo B.
— Ahora aquí vive también otra familia.
— Lo sé —dijo B.—. Entremos.
— ¿Has estado ya dentro?
— Sí, —dijo B.—. ¿Cuál es mi hijo?
Ya en la habitación la mujer se arrodilló delante
de él y cobijó la cabeza en sus piernas. En su pelo castaño brillaban, con
extraña luz, algunas hebras de plata.
— Pobre amor mío —dijo—. ¡Cómo te he esperado!
Querido...
B. le acarició la cabeza:
— ¿Ha sido difícil?
— Querido —susurró la mujer. B. continuó
acariciándole el cabello.
— ¿He envejecido mucho?
La mujer le abrazó las rodillas y lo atrajo hacia
sí.
— Para mí eres como cuando nos separamos.
— ¿He envejecido mucho? —volvió a preguntar B.
— Te querré toda la vida —dijo ella en voz queda.
— ¿Me quieres? —preguntó B. La espalda de la mujer
se estremecía sacudida por los fuertes sollozos. B. retiró la mano de la cabeza
de su esposa.
— ¿Podrás acostumbrarte? —preguntó—. ¿Podrás
acostumbrarte de nuevo a mí?
— No he querido a nadie más que a ti —dijo la
mujer—. Te quiero.
— ¿Me esperabas?
— He vivido contigo únicamente —dijo la mujer—. No
ha pasado día sin que no pensara en ti. Sabía que volverías. Pero, si no
hubieses vuelto, hubiera muerto sola. Para mí, en tu hijo también seguías
estando tú.
— ¿Me quieres? —preguntó B.
— Nunca he querido a nadie más que a ti —dijo la
mujer—. No has podido cambiar tanto como para que yo dejara de quererte.
— He cambiado —dijo B.—. He envejecido.
La mujer, llorando, se estrechó contra las rodillas
de su marido. B. le acarició la cabeza.
— ¿Podremos todavía tener hijos? —preguntó la
mujer.
— Tal vez —dijo él—. Si me quieres. ¡Levántate!
La mujer se puso de pie.
— ¿Quieres que lo llame?
— Todavía no —dijo B.—, primero quiero estar
contigo. El me resulta aún un extraño, ¿Se ha quedado en el jardín?
— Voy a
bajar —dijo la mujer— para decirle que espere un poco.
Cuando volvió, B. estaba de pie ante la ventana, de
espaldas a la habitación. Parecía como si su espalda se hubiese estrechado y
encorvado. No se volvió. La mujer permaneció un instante en la puerta.
— Le he dicho que coja unas flores para ti —dijo con
voz ligeramente ronca por la emoción—. En el solar vacío de al lado acaban de
abrirse las lilas y le he dicho que haga un ramo grande para su padre.
—¿Me quieres? —preguntó B.
La mujer corrió hacia él, lo abrazó y estrechó todo
su cuerpo contra el suyo.
—Querido... —susurró.
—¿Podrás acostumbrarte a mí? —preguntó B.
—Nunca he querido a nadie más que a ti —dijo la
mujer—. Es como si hubiese estado contigo día y noche. Todos los días le he
hablado a tu hijo de ti.
B. se volvió, abrazó a la mujer y miró atentamente
su rostro. A la luz del atardecer que penetraba por la ventana observó, con
alivio, que también ella había envejecido, aunque su belleza era mayor a la que
todos los días, durante siete años, había evocado una y otra vez. Había cerrado
los ojos y tenía los labios entreabiertos; B. sintió en su boca el ardiente
aliento que se escapaba de entre sus brillantes dientes. Bajo sus espesas
pestañas, descansando sobre el pálido cutis, sus ojeras despedían un oscuro y
húmedo resplandor. Era la personificación de la abnegación. B. besó los ojos de
su esposa y, después, la separó suavemente de sí.
— ¡Tienes que querer también a nuestro hijo! —dijo
quedamente la mujer, con los ojos aún cerrados.
— Sí —dijo B.—. Me acostumbraré a él, lo querré.
—¡Es tu hijo!
—Y el tuyo —dijo B.
La mujer le echó los brazos al cuello.
— Voy a lavarte —dijo.
— Me hará bien.
Se desnudó. La mujer hizo la cama y acostó en la
sábana el cuerpo desnudo de su marido. Trajo agua caliente en una palangana,
jabón y dos toallas. Dobló una de las toallas, la introdujo en el agua y la
enjabonó. Le lavó todo el cuerpo de pies a cabeza. Cambió dos veces el agua. De
vez en cuando, a B. le temblaban aún las manos, pero su cara se había
tranquilizado.
— ¿Podrás acostumbrarte a mí? —preguntó.
— Querido —contestó la mujer.
— ¿Dormirás esta noche conmigo?
— Sí —dijo ella.
— ¿Y dónde dormirá el niño?
— Le pondré un colchón en el suelo —respondió
ella—. Tiene un sueño profundo.
— ¿Estarás conmigo toda la noche?
— Sí —dijo la mujer—. Toda la noche, todas las
noches mientras vivamos.
FIN
(Traducción anónima revisada por Bartolomé Leal)
Tibor Déry. (Hungría, 1894-1977) Escritor húngaro, autor de La
frase inacabada; fue una de las figuras más importantes de la literatura
húngara vanguardista en el siglo XX. Nacido en Budapest en una familia de la
alta burguesía, Tibor Déry rompió pronto con su entorno para frecuentar los
movimientos anarquistas y consagrarse a la escritura; participó en los
movimientos revolucionarios de 1918 y 1919 y posteriormente hubo de exiliarse
en Austria, Francia e Italia. De esta primera etapa de su vida cabe destacar su
novela paródica El bebé gigante (1924). En la década de 1930, de nuevo en
Hungría, Déry mantuvo relaciones un tanto ambiguas con el partido comunista en
el poder. Pese a su consagración como escritor oficial, Déry guardó pronto las
distancias con respecto al régimen; desde 1938 estuvo en el punto de mira de la
censura por haber traducido Regreso de la URSS de André Gide; más tarde fue
encarcelado (1957-1960) por participar en el intento de sublevación de 1956.
Tras haber colaborado en diversas revistas surrealistas, Déry optó, en su
narrativa, por una estética de inspiración realista. De este modo su “novela
río” La frase inacabada (1947) hacía un retrato preciso de la sociedad
húngara de entreguerras describiendo los amores de un joven burgués y una
militante comunista. Tras su liberación, su prestigio como escritor le permitió
volver a publicar. En 1964 dio a luz una novela, El señor G. A. en X.,
con claras influencias, en su dimensión absurda y fantástica, del universo de
Kafka. Hay que citar también El excomulgador (1966), relato en el que el
autor se proponía hacer una síntesis de todos sus hallazgos formales. Cabe
citar, por último, Querido suegro (1974), novela desencantada de
inspiración autobiográfica en la que describe el último amor de un anciano.
Escribió también novelas cortas El columpio (1969) y obras de teatro Pelotillero
(1954).
Descargue aquí la versión en PDF de Amor de Tibor Déry
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