Ocurre que lo vulgar, lo cotidiano, lo abrumadoramente cíclico como la
ruta del autobús, o de los automóviles en las rotondas, el recall de los
celulares, los ritos nupciales y las búsquedas incansables que vuelven al punto
de partida se han vuelto esquivas y renuentes en la literatura. Contra el
hastío, es mejor la evasión fantástica, épica o histórica en función de la
búsqueda de sentido ante una existencia que aplasta. Un sentido trascendente,
es decir, externo, que por más secular que se pretenda, no escapa a la
especulación mística, que busca ese sentido afuera.
Pese a ello, todavía hay autores que se decantan por lo imposible, el minimalismo irresistible de lo corriente, de lo común, de los seres absolutamente semejantes a nosotros, a los rostros difusos de la multitud. Alonso Matablanco es uno de esos autores, y lo demuestra en su libro de relatos “Adictivos”. Sus materias primas están ahí a la mano, en lo que nos ocurre a diario, en las existencias mediocres, en la gente cuya única singularidad es su pequeña parcela de aire y encierro.
¿Qué puede haber de relevante en los encuentros y desencuentros de los enamorados, en los vicios sutiles, en las mejengas, en los grafitis, en los vagones de un tren? Quizá nada, pero así son nuestras vidas, así devienen, y es a partir de esas vidas que Alonso Matablanco elabora sus relatos. Comienzan con una llamada, o con una puerta que se abre al final del día, en un semáforo, y de repente usted está ahí, viéndose a sí mismo, en sus actos de cada día, en su falta de sustancia, y súbitamente, virtuosamente, el autor de estos relatos sabe dar un giro que los resignifica, que restauran el valor y conciencia del sujeto viviente, que siente.
Así son estos cuentos, restauran el sentido, porque nos hacen sentir.
Entre las técnicas a la que recurre el autor está la de construir espejos a los que podemos asomarnos confiada y divertidamente al comienzo, hasta que finalmente viene el giro, la inversión de sentido, y nos encontramos ante un reflejo que no habíamos reconocido, descubrimos al otro en nuestro reflejo.
Lúdico, como un niño que ha tomado la decisión de construir una autopista en la arena de la playa, (con toda la seriedad que eso conlleva), vamos reconociendo estas ficciones, en que la prosa limpia, exacta del autor, nos narra con la contención y la sutileza que exige el cuento, en pasajes que vale destacar y que van desde lo mínimo, como “Estaciones” en que el empleo de la prosopopeya nos devuelve una “fábula moderna” y sin moralina, lo mismo ocurre en “Cíclicos”, “Amor líquido” “El Saludo” o el exquisito texto “Pérdida de tiempo”.
Y están los cuentos de mayor formato, donde los personajes son nuestros vecinos y sus idilios, en que el autor avanza por la cuerda floja, al borde de caer en el vacío de lo cursi, de lo vano, pero recuperando siempre la dignidad de sus personajes como en “La furia”, o “Una patria sin fútbol” y “Calentura”, donde aflora el buen humor, que sabe jugar y aprovecharse de los viejos clisés, textos provocadores que exigen una lectura crítica.
Pese a ello, todavía hay autores que se decantan por lo imposible, el minimalismo irresistible de lo corriente, de lo común, de los seres absolutamente semejantes a nosotros, a los rostros difusos de la multitud. Alonso Matablanco es uno de esos autores, y lo demuestra en su libro de relatos “Adictivos”. Sus materias primas están ahí a la mano, en lo que nos ocurre a diario, en las existencias mediocres, en la gente cuya única singularidad es su pequeña parcela de aire y encierro.
¿Qué puede haber de relevante en los encuentros y desencuentros de los enamorados, en los vicios sutiles, en las mejengas, en los grafitis, en los vagones de un tren? Quizá nada, pero así son nuestras vidas, así devienen, y es a partir de esas vidas que Alonso Matablanco elabora sus relatos. Comienzan con una llamada, o con una puerta que se abre al final del día, en un semáforo, y de repente usted está ahí, viéndose a sí mismo, en sus actos de cada día, en su falta de sustancia, y súbitamente, virtuosamente, el autor de estos relatos sabe dar un giro que los resignifica, que restauran el valor y conciencia del sujeto viviente, que siente.
Así son estos cuentos, restauran el sentido, porque nos hacen sentir.
Entre las técnicas a la que recurre el autor está la de construir espejos a los que podemos asomarnos confiada y divertidamente al comienzo, hasta que finalmente viene el giro, la inversión de sentido, y nos encontramos ante un reflejo que no habíamos reconocido, descubrimos al otro en nuestro reflejo.
Lúdico, como un niño que ha tomado la decisión de construir una autopista en la arena de la playa, (con toda la seriedad que eso conlleva), vamos reconociendo estas ficciones, en que la prosa limpia, exacta del autor, nos narra con la contención y la sutileza que exige el cuento, en pasajes que vale destacar y que van desde lo mínimo, como “Estaciones” en que el empleo de la prosopopeya nos devuelve una “fábula moderna” y sin moralina, lo mismo ocurre en “Cíclicos”, “Amor líquido” “El Saludo” o el exquisito texto “Pérdida de tiempo”.
Y están los cuentos de mayor formato, donde los personajes son nuestros vecinos y sus idilios, en que el autor avanza por la cuerda floja, al borde de caer en el vacío de lo cursi, de lo vano, pero recuperando siempre la dignidad de sus personajes como en “La furia”, o “Una patria sin fútbol” y “Calentura”, donde aflora el buen humor, que sabe jugar y aprovecharse de los viejos clisés, textos provocadores que exigen una lectura crítica.
O los testimonios de las cosas perdidas y a la deriva por las demandas
reales o no de la vida, donde hasta el último segundo se agradece como una
recompensa que lo justifica todo como en el caso de “Espejismo en
Circunvalación” y su secuela, “El despertador”, “Consulta médica” o por el
contrario, ese mismo segundo puede amargarlo todo en el caso de “Pronta y
cumplida”, “Protocolos”, “La Bóveda”, “Superación personal” y quizá el más
amargo de todos, “Guardián”.
Hay una parte oscura en estos textos, y cómo no, las adicciones
sutiles, inconscientes, no declaradas por las víctimas: como en “Conversación
entre madre e hijo”, “Adicción” y “Semáforos” en donde por fin se revela que el
objeto de esta adicciones no existe, son fantasmas, y se les llama memoria.
Hay más, pero no es nuestra intención anticiparnos a la lectura que
usted hará de estos textos; si los sabe interrogar, posiblemente le ayuden a
reconciliarse consigo mismo, y divagar con ellos hasta encontrar el sentido
profundo de nuestras minúsculas y comunitarias singularidades, algo que Alonso
Matablanco, ha descubierto y quiere revelar en este cuarto de espejos que
parecen pintados por un René Magritte, pero esta vez sin que nuestro reflejo
nos dé la espalda, cuando nos reconozcamos en ellos.
Una afortunada apuesta de Uruk Editores, y para muestra un botón, disfrute como primicia el relato "Una patria sin futbol" que publicamos aquí en el Signo roto en la sección de Convocatoria Permanente de Narrativa.
Germán Hernández
¡Excelente comentario, profundo, de un muy buen libro de relatos! Gracias, Germán, gracias Alonso. Tenés razón, Germán: para hablar y comer pescado, hay que tener mucho cuidado... Claramente, comentarios como el tuyo revelan que SÍ EXISTE en este país crítica literaria que ILUMINA el texto y lo pone en relación con la vida.
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