Rodolfo Arias, estrena cuentario, hiperbólico y en tiempos de microrelatos, se extiende con su picardía e ingenio dejándonos este plato fuerte para disfrutar...
Risitas de Oro
Chuang Tzu soñó que era una mariposa
y no sabía al despertar
si era un hombre
que había soñado ser una mariposa
o una mariposa
que ahora soñaba ser un hombre
Herbert Giles, El Sueño de Chuang Tzu (1889)
El sancocho de ruidos era típico de un vuelo
nocturno: los ronquidos de quienes tienen el privilegio de poder dormirse en
un catafalco con turbinas; el siseo de la película en los auriculares cercanos,
que se sincroniza con los reflejos en las filas de pantallitas retráctiles; el
timbrazo de algún pasajero primerizo que llama insistente a la aeromoza; las
conversaciones en voz baja entre pasajeros que aprovechan la certidumbre de no
volverse a ver nunca más para contarse terribles intimidades; el bebé cuyo
quejido es afanosamente aplacado por esa pareja de turistas que demuestran, en
la parafernalia que hacen surgir del equipaje, haber previsto con toda minucia
las necesidades de la criaturita; el ronroneo de los motores; el clac de un
compartimiento superior que alguien abre para buscar un libro con el cual
entretenerse, o para entretenerse en eso mismo, abriéndolo y cerrándolo sin que
al cabo quiera sacar un libro o cualquier otra cosa que pudiera tener ahí.
Yo llevaba abierta en mis regazos la portátil y
trataba de repasar y afinar el Power Point que presentaría al día
siguiente. Bueno, más o menos abierta, porque entre que mis piernas son largas,
que yo soy de natural propenso a la incomodidad, que a esas horas el de
adelante ya ha inclinado su respaldar y que éste tiene una bolsa donde asoman
revistas como marsupiales, pues resulta arduo darle al monitor un ángulo
adecuado y las manos enseguida se me cansan de teclear como si fuera tullido.
Iba en eso, digo, tratando, no, cuando de repente sonó la voz gangosa del
capitán.
Ignoro si las voces de los pilotos son gangosas
porque los equipos de sonido de los aviones están diseñados para que así
suceda, o porque los pilotos se esfuerzan en tenerla como señal de distinción,
De algún tipo de distinción; no sé, todo es tan raro. Y así sean gringos como
los de esa noche, o chapines o ticos, así sean parcos o así sea que se les
desate lo cotorra y se inspiren y nos entretengan con datos del clima y de la
visibilidad y nos agradezcan por la preferencia y se despidan seguros de que el
vuelo ha sido de nuestro total agrado cuando ya es hora de quitarle los
controles al piloto automático y ver cómo diablos posar este pájaro en el suelo
sin que a nadie le acontezca algún desaguisado.
Ah, sí, gangosa. Sobrevolábamos Cuba, estoy seguro.
Las Bahamas no: están más al este, y Gran Caimán es pequeñita. Había ralas
ristras de lucecitas: en la isla de Fidel la electricidad es cosa dura;
privilegio de unos cuantos postes que siguen creyendo en la revolución.
–Les habla el Capitán para comunicarles que tenemos
una pequeña situación a bordo –Bueno: this is your captain, we have a small
issue…–, resulta y sucede que se nos dañó el equipo de radio secundario, el
auxiliar; en un vuelo local norteamericano eso no es problema pero las
regulaciones para vuelos internacionales nos obligan a regresar a Miami. Les
rogamos su comprensión, we do apologize, tan pronto como los técnicos en
tierra lo reparen reiniciaremos nuestro vuelo.
Shit. American Airlines: siempre me pasa
algo malo. Cochinada. Si no hubiera sido por la premura, por la taranta. Yo sí
que soy malo para decir que no, carajo. Anteayer recibí una llamada del
mismísimo Presidente Ejecutivo, Pelota Sobrado, que me interrumpió la clase
justo cuando había por fin logrado que los chamacos se concentraran.
–Mirá –dijo Sobrado cuando su secretaria me lo
pasó–, es urgente que nos acompañés a la conferencia panamericana, en Chile.
Rojitas va a ir a mostrar el modelo que nos diseñaste pero vos sos mucho mejor
expositor, no le digás que yo dije, y sería una gran cosa que a nivel regional
se adopte esa arquitectura de información. Para mí sería un clavel en la
solapa, culminaría mi administración y en confianza te digo que me daría mucho
punto político; y para vos, imaginate… te podés lanzar fuera del país… ¡De
veras, hacenos el favor!
–Tenés que dar la vuelta por Miami– sentenció esa
tarde mi agente de viajes, quien tras varios lustros en ese duro ajetreo
conserva para tales momentos la tersa voz de una doncella impúber–. Ya no hay
asientos ni en Copa ni en Taca, las que vuelan directo para el sur.
Ni modo: dormir en sobresaltos porque en cualquier
momento suena el despertador, levantarme de madrugada a bañarme y vestirme,
llegar al aeropuerto entre bostezos y escalofríos. En la sala de abordaje llamé
a Rojas; no había podido pescarlo antes. Rojitas, para propios y extraños, el
Jefe de Cómputo.
–Me piden que lo acompañe durante la exposición del
modelo– dije, jugando a la diplomacia.
–No, ingeniero –repuso al instante–, usted es el
dueño de la bola, el papá de la criatura, me entiende, yo sólo voy
secundándolo.
Así tenía que ser, y no de otro modo: Rojitas
aprovechando el viaje para fugarse del congreso en las tardes y meterse a
cuanto café con piernas descubra en Teatinos, Morandé y Catedral, ahí en pleno
centro de Santiago; ir a comer mariscos a Donde don Augusto en el
Mercado Central, visitar el Palacio de la Moneda y recibirle un panfleto a ese
militante de izquierda que aun vendrá a dárselo, tomar fotos en el teleférico
del Cerro Santa Lucía, tragar mucho vino, hartarse de sopaipillas y empanadas.
Ah, y de postre un chilenito con un expreso bien fuerte.
–Yo viajo esta tarde y llego hoy mismo– soltó
Rojitas, sin aguantarse las ganas–. Es que yo no tengo que dar la vuelta por
Miami porque a mí sí me compraron a tiempo mi tiquete.
No, mentira, esto último no lo dijo. Obvio que no.
Pensé que lo podría decir pero se limitó a restregar que mi viaje es directo y
a la vuelta pienso quedarme de shopping en Panamá.
–Comprando tonteras y tomando más ron–, pensé que
podría decirle si me salía con alguna otra indirecta, pero por suerte él andaba
en modo parco. Nos limitamos a detalles técnicos que de todas formas no venían
al caso: nadie nos iba a preguntar finezas durante la presentación.
Llegada al aeropuerto a las siete, para despegar a
las nueve y llegar a Miami a las doce, donde ya son las dos, salir a las cinco
y llegar a Santiago a la medianoche, donde ya es la una de la mañana. Puta, un
tirón de mierda. Ah bueno, y estar listo para exponer a las diez. Me tragué un
pedazo de pan con media taza de café, agucé el oído para distinguir el pitazo
del taxi entre los incipientes ruidos del barrio, abracé a mi esposa y a mi
hija, nos llenamos de besos y caricias, acomodate bien el cuello de la camisa,
mi amor, papito que le vaya bien, adiós papito, adiós.
A ella, mi esposa, le gusta hacerme la maleta. La
víspera regresó cansadísima de su oficina pero no tuvo reparo en ir doblando
camisas y pantalones con amorosa minucia, mientras yo completaba el ritual
cantando a Elton John, she packed my bag last night, preflight. And
I´m gonna be high, as a kite by then. Rocket máaaan, desafinaba yo mientras
escogía corbatas.
–Mire, hombre cohete –me interrumpía ella, a
sabiendas de que me encanta que pronuncie cuete–, vaya al cuarto de pilas y
tráigase unos calzoncillos suyos que están guindando en la cosa verde de secar
la ropa interior.
Los pinches esos ahora le dan a uno en el avión una
empanadilla chirrisca y un vasito de gaseosa, y en Miami me estaba muriendo de
hambre. Concourse A, Concourse B, cincuenta puertas en cada uno, Concourse
F, a ese hay que ir en tren. Los laberintos, el montón de tiendas libres de
impuesto, los agentes de migración, insoportables, fúchile, las dudas, los
retrasos, la gente que corre jalando la maleta como si huyera de un incendio.
Busqué La Carreta, comidita cubana muy rica, pero había unas filas terribles y
seguí de largo. Por ahí vi, en uno de tantos comercios, algo que parecía ser un
libro con un DVD, en varios idiomas, los mejores cuentos infantiles, decía, the
best, the very best, precioso, sí, lindísimo, me acerqué al escaparate, a
mi hija le encantaría. Qué linda, en la puerta de la casa me dijo que ella ya
era grande, con toda la solemnidad que se puede tener a los seis años, que por
cierto es una solemnidad aplastante.
–Ahora ya no me da miedo de que usted no regrese,
yo sé que el avión va a volver, antes creía que cuando te ibas nunca más iba a
verte, papito, pero ya entendí, ay papito te quiero mucho.
La bandida me había mirado con esos ojos que me
parten como si yo fuera un tuco de queso tierno, y ahí estaba ahora frente a
mí: un disco con un libro y capaz que hasta con un perfume, en un negocio de
los muchísimos que hay en este mega deschave de aeropuerto. En la portada había
una chiquilla rubiecita con unos osos, y de lo muerto de hambre que estaba yo
no lograba acordarme cuál sería ese cuento. Algo me decía que si entraba a
comprarlo a lo mejor ya no tendría tiempo de almorzar, y agregaba la excusa de
que además tendría que abrir el equipaje para encontrarle un sitio y qué pereza
desordenarlo todo. A la vuelta, sí, no me va a costar encontrarlo, sí, con unos
osos y una niña de pelito dorado, claro, debe haber en otras tiendas, eso lo
ponen por todas partes.
–Un café negro, un sándwich de jamón y queso y un alfajor,
please. Plis, s´il vous plis– dije parando en una cafetería. Un lugar
elegantillo, no de los de hacer fila con una bandejita plástica. Elegantillo
significa que le traen a uno el café en un pichelito metálico. Un pichelito
metálico significa que el café se va a regar. No hay cómo servirlo sin que el
chorrito se venga adherido al maldito pichel y gotee por el fondo de éste y uno
tenga que calcular cómo hacer para que por lo menos caiga en el plato. Elegantillo
significa mantel blanco, significa churretes, miradas discretamente fulminantes
de los demás clientes, elegantillos también.
Rumbo a quién sabe cuál ignoto rincón del mundo iba
un gordo, arrastrando sus chécheres y disipando su fatiga. Calculé que sus
huellas, dado el caso de que estuviera caminando sobre el barro, quedarían más
distantes a izquierda y derecha que hacia adelante y atrás. Tal vez ese sea un
criterio que usen los detectives cuando rastrean delincuentes. “Un panzón, mirá
las huellas qué abiertas”. “Un renco, ésta le queda torcida”. “Una ricura,
porque pone los piecitos…”. “Un jefe, mirá cómo clava los tacones”.
Mi estéril divagación quizá servía para aplacarme
el remordimiento de no haber entrado a comprarle a mi hija el DVD con cuentos
infantiles. Debe haber tenido adentro alguna sorpresa linda, aparte del libro,
a lo mejor un espejito, o un perfume… era un paquete grande. Sí, tal vez hasta
traía una cosilla de esas para escuchar música, un mp3. Mp4. Eme pe algo.
La idea del café era, además, coger fuerza para
abrir la portátil y seguir revisando y puliendo la presentación. El modelo de
datos, la seguridad, la interfaz y la navegación, el público meta, los niveles
de usuario. Un rezador de rosarios no tiene la menor sospecha del privilegio de
nunca tener que explicar qué carajos es un producto de software. Dios te salve
María, cincuenta veces, y jale cochero. Junto a la cafetería había un inmenso
ventanal y al otro lado parquearon un Jumbo de Air France. Llegó poco a poco,
lentísimo, descomunal, hasta casi tocar los cristales. Me concentré en eso, por
supuesto. Luego pedí la cuenta y el cholo con pinta de cubano y corbatín me
dijo que treinta y tres dólares.
– Son treintitré –como si tal cosa, mientras
se metía las manos en las bolsas del delantal y hacía tintinear monedas.
– ¡Puta! –exclamé–, ¿no le da vergüenza? ¡Con
treinta y tres dólares yo voy a Palí y compro montones de queso y pan y
mortadela y hago montones, pero montones, de sándwiches mejores que esta vara
medio tiesa!
No, falso: sólo restregué medio segundo mis ojos encima
de los suyos y él entendió que me parecía un atraco y en otro medio segundo me
restregó los suyos para decirme chico no es culpa mía, preparándose de una vez
para darme el vuelto con acendrada compostura y consabida frasecita de que
tenga un buen viaje, señor.
Un muy buen viaje, sí, eso parecía cuando emprendí
la travesía en diagonal de aquel inmenso salón, cuyo alto techo parecía
dispuesto a conferirme más importancia de la que en buena lid podría
corresponder a cualquiera de los átomos bípedos lúcidos intrépidos ávidos que
se movían por ahí en caos y desconcierto aparentes. Caminar con certeza de
destino, y de tener más tiempo para ello del que mi ritmo natural requiere,
suele producirme una grandiosa satisfacción, esa suerte de empalago del que uno
se cree a salvo de escrutinio e intercambio, ese regusto amable que se disfruta
en estricta soledad. Llegué a mi puerta de abordaje y fui más por costumbre que
por necesidad al counter, donde una peliteñida me dijo we´ll be ready
in twenty minutes, sir.
Ready para la zozobra, yo conozco a estos cafres.
Una vez en Dallas, otra vez en Santo Domingo, tropezones técnicos, por decirlo
con ternura. Cabrones. ¿Cómo se llamaría la tienda donde estaba el DVD con la
chamaquita rubia y los ositos? ¿La podré ver a la vuelta? Dependerá de dónde
parqueen el avión al regreso. Carajo, no me fijé en cuál pasillo de cuál parte.
Los Concourse, así se llaman. Concourse. Concourse de Belleuza.
Concourse de antecedeuntes. Un 767, de los gordos. Siete horas y diez minutos
hasta Santiago. 37H, muy atrás, pero conseguí ventana, no para estar viendo
para afuera sino para recostar la cabeza en la pared. Deberían hacerles a los
aviones almohaditas en la pared. Daría igual; yo no puedo dormir en estos aparatos.
Nunca falta el que no encuentra su asiento, el que le pide a otro que
intercambien, fíjese que viajo con mi abuelita, el que al llegar, con cuatro
motetes que viene estrellando en las cabezas cercanas, se percata de que su
maletero ya está repleto y arma un bochinche, la preciosidad que al embocar en
el pasillo se detiene un momento, provocando.
Son tardes breves, las de fin de año en esta parte
del mundo. Mientras carreteábamos para despegar, el sol se arrastraba sobre la
pista, yendo a ponerse allá atrás, donde nadie pudiera verlo. Al poco rato las
disciplinadas lucecitas de las alas ya zurcían la oscuridad, mientras la noche
se terminaba de acomodar en su trono. De cuando en vez había pequeños rebaños
de faroles que declaraban la presencia de un pueblito. Así me parecía: un
modesto caserío, quizá un auto viejo que pasa, luego una guagua tan colorida
como destartalada, mambo y guaguancó en el colmado, calor que le gana la
partida a la brisa, paz y frugalidad que abren campo a la mesita de dominó. Por
qué no: desde allá arriba uno tiene o derecho a imaginárselo todo. Uno nunca ha
andado por esos campos cubanos pero ha oído tantas cosas. Buena Vista Social Club,
esas vainas. Si pudiera sacar la cabeza por la ventana estiraría el pescuezo
para tratar de oír y oler, pero como no puede se contenta con inventar mientras
se coloca los audífonos y busca el canal donde transmiten rock viejo y cree que
el azar le traerá una vez más a Elton John, I´m not the man they think I am
at home, I´m a rocket man. Lo cree y lo espera y ahí se queda, con su nariz
pegada al ventanuco y su portátil con la presentación a medio revisar. Y así
permanecería, quién sabe por cuánto tiempo más, de no ser porque el capitán,
con la voz gangosa de siempre, lo interrumpe todo de golpe y porrazo para
anunciar que el avión tiene un problema en el pinche sistema de radio y que no
queda más tren que dar vuelta en u.
Pasé las siguientes diez ¿once, doce? horas de mi
vida en safe mode, esa cosa que tenía antes Windows cuando se
desconfiguraba: modo básico, zombie, modo estúpido donde no podés hacer nada,
atrapado en el brevísimo espacio del asiento. No sé cómo logro que pase el
tiempo, que los minutos al cabo se cuelen por la estrecha, mañosa, respondona
rejilla de mi vigilia, sin que yo pueda concentrarme en el trabajo o en la
lectura, sin que pueda ponerle atención a la película. Ocean Twelve, me parece.
Brad Pitt, George Clooney, Julia Roberts y toda esa caterva, La inverosimilitud
me exaspera y me desespera, Venecia me alborota los antojos no resueltos, el
audífono nunca se acomoda bien a la curiosa forma de mis orejas. Corrijo: mis
orejas nunca se adaptan a la curiosa forma de los audífonos.
Sí sé que durante una hora, más o menos, retornamos
como Hansel y Grettel por el sendero hacia Miami, que ahí estuvimos otra hora,
quizá hasta más, mientras se le revisaba al avión el pequeño problemita del
radio, que otra vez la voz gangosa se regodeó contándonos que el problema aparentemente
era más serio porque no había podido repararse y que, Eureka, había que cambiar
de avión. Sé, también, que los grupos humanos que están bien acomodaditos en
unas filas de asientos se hacen mucho más grandes cuando se dejan sueltos y
cuando tienen cólera y cuando ya tarde en la noche se les pide que se repartan
los sillones de una sala de espera, porque ahí el más abusado vendrá y usará
tres campos y se horizontalizará con su mochila sirviéndole de almohada sin
importarle cuántos deban quedarse verticalizados por su culpa, que algunos de
estos deambularán por el salón hasta converger en el percolador, que se
servirán y que por buena educación no dirán que el café sabe a estopa
requemada, sorberán un poquito y sonreirán apenados y cuando por fin nos llamen
para abordar el otro avión quedarán vasitos intactos con café frío, puestos en
cualquier parte.
Sé, además, que mi 37H será idéntico al anterior,
con la misma tapicería y la misma estrechez, que al rato de haber despegado nos
ofrecerán una cena, rayos, se apiadaron de nosotros, que los ravioles no
estarán nada mal, ni la ensalada ni la botellita del Sunrise Cabernet de
California; sé que el de al lado, un tipo taciturno y flaco y de anteojos
pensados para un cachetón, apenas probará su cena y enseguida roncará; sé que
mi panza no estará aún tranquila porque anda de malas desde el mísero sándwich
de treinta y tres dólares del mesero del corbatín y que por eso mi mano
izquierda al cabo no se aguantará la tentación y viajará hasta la bandeja del
dormilón y se robará en un santiamén ese pancito redondo y que sonreiré
pérfido bajo el rayito de luz mientras degluto la pelotita de carbohidratos.
Sé, y me da pena confesarlo, que no sé si pude
dormir algo, pero sí que la noche se dio vuelta para el rincón arropada en
nubes y que ya no pude ver más pueblitos cubanos ni de ninguna otra parte; sé
que repasé el exiguo catálogo de cuentos infantiles que mi memoria conserva y
que no pude acordarme de cuál sería el de la niña con los ositos, porque el
otro era de chanchitos, y con un lobo que se metía por una chimenea y entonces
ese había que descartarlo. Sé que saqué la revista marsupial y que no encontré
nada interesante para leer, había un catálogo del dutee free de a bordo,
perfumes, lápices labiales, plumas Mont Blanc; sé que bostecé viendo las fotos
del consabido reportaje de un paraíso de turismo ecológico tropical, quizá en
Panamá, quizá en las islas de la bahía en Honduras.
Sé que algo trabajé en mi presentación, que repasé
las filminas donde se habla de la configuración dinámica de las pistas de
auditoría y de un esquema flexible para la generación de indicadores de
control; ahí siempre hay un gerente que pregunta por aquello que no está
previsto en el modelo. Cuánto tardan las secretarias maquillándose, respondo al
instante, ese caso hipotético provoca risas, no falla, quedo bien y la gente se
alegra y de inmediato me apresuro a aclarar que sólo es un ejemplo y que no tengo
prejuicios machistas; sé que anoté eso al pie de alguna filmina y que ya para
entonces me dolían las muñecas de tanto teclear como tullido.
Sé que repartieron frazadas y que una endeble, peliaguda,
idea de silencio se fue apoderando de la cabina y que durante algún rato yo fui
el excéntrico que mantenía algún tipo de actividad, así fuera mirando los
cráneos del prójimo sobresalir un poquito sobre los asientos. Sé que cerré los
ojos y que, como muchas otras veces, imaginé que el avión fuera un taladro que
va horadando la nada, que va creando un túnel en la nada porque tiene el
maravilloso privilegio de ser y estar en la nada y de saber, como si lo
anterior fuera poco, que tras bajar y bajar será premiado con un planeta. 279
Sé -faltaba más- que intenté acomodarme para dormir,
que metí más los pies bajo el asiento de adelante, que traté de virarme hacia
un lado, que pensé mucho en cómo sería la habitación que me esperaba en el
hotel. En Providencia, avenida Pedro de Valdivia, veinte pisos o así, una
torre. Neruda, una vez lo vi desde afuera. Mi veterana agente de la voz impúber
me llamó hace un par de días para contarme que sólo quedaban suites de las más
caras. Excelsior, Majestic, algo por el estilo. Master Golden.
No, eso no. Golden Plus. Algo con Golden, me parece. Para aclarar
el misterio tendría que haberme fijado en la reservación y para eso tendría que
haber despertado al flaco inapetente para salir al pasillo y abrir el maletero
y por supuesto no valía la pena tanta tramoya. Pero sí, carísima. Ella, la agente,
me lo advirtió y yo decidí ponerme llorón.
–Si no me pueden hospedar en el mismo hotel donde
va a ser la convención entonces prefiero no ir, la verdad es que no me gusta
recorrer media ciudad al final de la jornada, y se suele terminar muy tarde.
Eso exactamente proferí, en mi mejor tono cosmopolita
dolor de bolas, y ella me respondió que sólo con la autorización del Presidente
Ejecutivo podría reservarme la Golden Majestic, Platinum Executive, o lo
que diablos fuera. Yo le machaqué ni mal modo, hágalo, contáctese con su
secretaria, y media hora más tarde ella me llamó para decirme que Pelota
Sobrado había dado el visto bueno al capricho. No es cierto: ella omitió
capricho o antojo. Fue súper discreta pero ambos lo teníamos muy claro y yo le
sonreí al auricular y prometí traerle un recuerdito bien lindo.
Sé, por último, y en esto no me cabe la menor duda,
que al salir del aeropuerto de Santiago ya estaba clareando.
En el hemisferio sur estos son por el contrario los
días más largos, y el sol no se espera ni a las cinco para manifestarse sobre
la cordillera. El taxista, cosa en demasía sorprendente, era igualito a mi
compañero de vuelo: callado, larguirucho, con un rostro de rasgos secos que
contrastaban con la forma de unos anteojos pensados para una cara mofletuda.
Muy solícito abrió una de las puertas traseras y con ello impidió que yo me
sentara a su lado a armar cháchara.
–Hotel Neruda– pedí.
–¿En Pedro de Valdivia?
–Sí –y eso fue todo.
Pronto surgimos de los túneles solitarios y
repletos de eco y luces amarillentas y pasamos por Plaza Italia y subimos por
Providencia hasta Once de Septiembre. Ellos tienen también su 9–11 y es más
viejo y doloroso, me decía yo, puesto en mute en el asiento trasero
mientras veía la pátina blanquecina cubrir las márgenes del Mapocho y hasta el
irrisorio Mapocho mismo. En un santiamén nos hallábamos frente a la gran torre
del hotel.
De pie, junto al vehículo, y así que hubo puesto el
equipaje en la acera, estaba mi taxista y tuve la impresión –creo que no sólo
fue impresión, pero en fin– de que tenía puesto un corbatín cuando muy sereno
me dijo que eran treinta y tres dólares. El cajero automático, allá, al emprender
el viaje, me había dado sólo billetes de veinte, y por eso cuando le pagué al
otro tipo de corbatín me devolvió uno de cinco y dos de uno y ninguno me servía
ahora y tuve que sacar otro par de veintes; esas pequeñas ineficiencias
monetarias, debo confesarlo, exacerban uno de mis humildes tocs.
La puerta giratoria del hotel, con esa vocación
algo traumática que las de su especie tienen para transportar de una dimensión
a otra a sus usuarios, depositó en la acera a un botones, ya entrado en años,
aindiado, corvetas, chaparro, que de buenas a primeras intentó apoderarse de mi
equipaje.
–No, gracias –lo detuve–, yo lo llevo.
Encima de la maleta de carretilla, atado con un par
de correas, pongo el maletín de la computadora, y me siento tan desamparado
como irresponsable si doy un paso dejando de percibir el cortejo ronco de las
rueditas en el piso, siguiéndome como animalitos. Ya una vez, en el apretujado
aeropuerto de Ciudad Guatemala, me descuidé y alguien me lo volcó todo y al
sacar la portátil en la oficina el monitor había fallecido. Así que no, perdón
pero yo lo llevo.
–No hay problema, señor –respondió el botones mapuche,
con una sonrisa muy ancha, de muchos dientes y muchas coronas, muchísimas,
todas de oro–. Vamos para que se registre –agregó señalándome el front desk con
un brazo extendido, porfiando en la risita de oro.
Acompañado por él, que también parecía sentirse entre
desvalido e inservible si no acarreaba el equipaje, subí a la habitación. Golden
Executive, Majestic Golden, Excélsior Plus, diablos, se me olvidó
preguntarle al de la recepción. Pero era grande, lo que se dice grande. Puta,
qué cuarto. Una cama como para practicar entero el Kamasutra, haciéndose un
poquito más para allá cada día, unas alfombras que hacían pensar en Fred
Astaire y Ginger Rogers desatándose con el swing time, lamparitas doradas y
adornitos cursi por doquier, unos sillones tan rubicundos que podrían hacerle
el rato a la cama, cortinajes dieciochescos, un brillantísimo escritorio de
trabajo y mucho más que no pude inventariar porque Risitas de Oro insistía en
ser él quien me diera el tour y me explicara cómo usar aquella profusión kitsch
que habría de ser mi refugio durante las próximas setenta y dos horas. Por
suerte había cuatro billetes de a dólar prestos en el bolsillo derecho de mi
pantalón, los dos que me dieron los dos del corbatín, el del sándwich lánguido
y el de la conversación abolida. Risitas de Oro los recibió con la mejor
reverencia de su repertorio, viró en redondo y me dejó por fin a solas.
Ahí me di cuenta, de golpe y porrazo, de cuan exhausto
me hallaba. Sé que entré un momento al baño, que en la repisa frente al
espejotototote descubrí un pichel con agua y un vaso grande, uno mediano y uno
pequeño, que en la pared colgaban, sí, lo juro, una toalla grande y una mediana
y una pequeña, cada una en un aro proporcional a su tamaño, que a los pies de
la cama se alineaban unas mesitas de esas que se anidan y, valga la necedad,
una era más grande, otra mediana y otra pequeña.
De lo demás, a lo Sócrates, sé que no sé nada,
porque los cinco o seis pasos que me separaban de aquel colchón habrán sido
invertidos en quitarme el saco y soltarme el cinturón, en sacarme la camisa y
los zapatos, empujando el primero con la punta del otro y el segundo con la
punta del pie, y los cinco o seis segundos posteriores a tan tremendo esfuerzo
buscando una almohada de las que había bajo el edredón, dejándome ir de lado
sobre ella como un mástil abatido, durmiéndome de golpe, quizá con un rayito de
amanecer que se colaba entre las cortinas y me daba justo en la línea de la
nariz.
Eso sí, a la hora de mi compromiso yo ya estaba
bien bañado y peinado y vestido, muy orondo de pata cruzada y manos
entrelazadas en una rodilla, hacia el final de la fila de butacas que decía
“expositores”. A Rojitas no lo vi por ninguna parte; habría desde la víspera
iniciado su turismo carnaletílico. No me sorprendía pero no me gustaba.
–Ya ahorita sigue usted –me dijo de pronto el de al
lado, casi palmeándome el hombro.
Me viré y sonrió: nada en la homogénea penumbra del
gran auditorio daba pie al brillo de sus pupilas. Allá abajo, en el estrado, mi
predecesor exponía un modelo de seguridad y control para sistemas operativos de
servidores en zona desmilitarizada. Yo ya había visto ese largo título en el
programa del congreso y por algún extraño misterio me lo había aprendido. El
mío, por cierto, no era más corto: un modelo genérico para procesos de
integración en gobierno electrónico. La revisión hecha durante el vuelo, decidí
con inusitada tranquilidad, había sido suficiente, y pese a la ausencia de
Rojitas yo saldría airoso del compromiso, a punta de labia profesoral y buen
desempeño en el escenario. Ahí vería cómo jugármela, no era la primera vez y no
sería la última.
El de la seguridad de sistemas operativos era un
nerd típico. Libras de más, centímetros de más en la corbata y en el ruedo del
pantalón, colochos de más, sudor de más en la frente y mejillas, en fin, un
exceso de aditamentos y de experticia cuando tiraba términos y conceptos como
una regadera desenfrenada en un jardín yermo y adormilado. Sí, a esos genios
siempre les pasa que el auditorio se les duerme y -tras de cuernos palos- al
tipo lo habían puesto de primero en la mañana cuando de todas formas nadie ha
terminado de despertarse.
Ahora estaba hablando de sondas. Una sonda era una
especie de sensor, de software, se sobreentiende, a bajo nivel, que él colocaba
en puntos críticos del sistema, los controladores de puerto, con énfasis en
procesos de I/O.
El bicho no tenía la delicadeza de traducir o
explicar las abreviaturas y siglas que lanzaba a diestra y siniestra, y entre
el público había más de uno con cara de abogado o de auditor. Sonda, por
cierto, es una palabra fea. Hay lindas, como centinela. Esa palabra me gusta:
centinela. Qué linda. Cenízaro, preciosa. Turquesa. Carámbano. Pedigrí.
Calicanto. Aquí en Santiago hay un puente que se llama así. Pero sonda es fea.
Hace pensar en el extremo posterior del tracto digestivo, en camiones de la
Cruz Verde que llegan a destapar tuberías, en ruidos, en ductos oscuros y
pestilentes, en intromisión, en ratas.
Y ya que salen a colación laberintos y pasadizos,
el maletín de mi computadora es una mágica trampa cundida de intersticios y
cremalleras, de forros insospechados y separacioncitas donde un papel, el único
que en ese momento me urge porque es la certificación que me autorizará a lo
que sea que yo deba ser autorizado, ese maldito desaparece y yo quedo para
siempre sentenciado bajo el rayo fulminante de la fecha límite y de la multa y
del oprobio y del bochorno. Así que, en previsión, yo había traspasado mi
presentación a la memoria de mi súper smartphone, recién sacadito de la
caja. Ya me veía muy sofisticado en el escenario, poniéndolo cerca de la
computadora y el data show y transmitiendo vía bluetooth el archivo,
dándome vuelta luego hacia el auditorio, con aires de insoportable metiéndomelo
a la bolsa del saco, iniciando mi derroche de sabiduría.
Pero bueno, antes había que esperar a que el nerd
de talla inferior a la talla de toda la tecnología que lo envolvía terminara
con sus sondas apasionantes. Por el tono se puede, a veces, prever cuánto le falta
a un expositor, pero al nerd todas las palabras le salían con la cansina
arritmia que tiene por ejemplo el chorrito de un grifo mal cerrado, y el
cabeceo de los oyentes seguía con más fidelidad ese goteo de tubería abandonada
que cualquier lógica o significado que pudiera aun existir en lo que él seguía
exponiendo.
Yo, por alguna razón inescrutable, empecé a clasificar
sus palabras en grandes, medianas y pequeñas. Multiplexación. Desacoplamiento.
P1. Calendarizador. Búfer. DMZ. Granja. El de al lado me palmeó el hombro y
supe que había empezado a cabecear, que una aplastante fatiga se me había
encaramado de pronto y que además tenía tremenda urgencia de hacer pipí. Así es
como se dice para que no suene muy feo. Hacer pipí, aunque para ello uno tenga
que deslizarse de costado entre el respaldar de los asientos de adelante y las
rodillas de los vecinos, hasta ganar el pasillo tras haber repetido hartas
veces perdón, disculpe, perdón, lo siento, perdón. Perdón.
Ignorante de la calaña del compa de pupilas láser
preferí sacar el smartphone de la bolsa del saco, pero a éste lo dejé en
el asiento de al lado para que no se me arrugara. Tengo siempre la sensación de
que no me quedan suficientemente largos, de que no me cubren las posaderas como
Dios manda, y si me hubiera sentado en la butaca con él puesto ese fenómeno que
digo habría empeorado, de manera que salí del auditorio Cóndor II en mangas de
camisa, con el celular en la bolsa del pantalón, frunciendo el ceño bajo las
arañas luminosas.
No tenía la menor idea de que el Neruda fuera un hotel
tan grande y complejo, tan lleno de gente, de ruidos, de escalinatas,
elevadores, salones, lobbies con sillones y damas elegantes y quizá hasta
detectives de lentes oscuros de esos que siempre están fingiendo leer un
diario. Estupefacto giré, de pescuezo estirado: era tan de suyo abigarrado que hasta
parecía la estación central de trenes de una metrópoli. Había rótulos con
flechitas para orientar a la concurrencia, entre ellos uno que decía Auditorio
Grande, Cóndor I, Congreso Anual de Ganaderos del Cono Sur, Auditorio Mediano,
Cóndor II, con el nombre de nuestra reunión, Auditorio Pequeño, Cóndor III,
Muestra Internacional de Perfumería Asiática.
Pero yo sólo quería orinar, ya dicho así, en normal
y en directo. Otee a izquierda y derecha, busqué en los rótulos y las flechas
alguna siluetilla con el pene pringando. Pero no, nada, el destape y la
desfachatez del nuevo siglo aun no llegan a tanto. Seguimos limitados a las
palabras, Servicios Sanitarios, Restrooms, cuartos de restar, de restarle
peso al cuerpo, excretando. Por fin descubrí el signo ganador, que señalaba
hacia arriba por una escalera de lustrosos pasamanos. Jadeando llegué al
próximo nivel, donde las siluetillas adornaban sendas puertitas, la de
pantalones y la de enagua triangular, y en la perilla de cada una, cosa que
nunca puede faltar en momentos así, había un rótulo que colgaba, mecido por
brisa de ignota procedencia: “En mantenimiento”.
Di vuelta en redondo, bajé corriendo, busqué más rotulitos
de cuartos de restar y de enaguas triangulares o patas tiesas y de puntas
redondas, vi por fin otro hacia allá, al extremo opuesto del salón de las
arañas luminosas y del exceso de personas y objetivos y camotes, apuré cuanto
pude el paso, zigzagueando, hasta darme de frente contra la cruda realidad de
una larga fila de comensales que meneaban la cadera para contener sus urgencias
urológico–renales.
No, la verdad, la pura y santa verdad, es que
exagero, que miento con descaro: la gente hacía la fila con impaciencia y feos
murmullos, pero sin contonearse y sin dejar
regueritos en el inmaculado piso de mármol. Yo no
tenía la menor idea de cuánto tiempo más iba a durar el soporífero grifo de
palabras del nerd, y en cualquier momento la Interpol de los organizadores
podía desplegarse en pos de mi pellejo. Qué cara le haría al Presidente
Ejecutivo, el nunca bien ponderado Pelota Sobrado, y hasta al mismísimo
Rojitas, ante tal bochornoso avatar del destino.
Ya en máximo estado de alerta y absorción semiológica
hice los trescientos sesenta grados bajo la descomunal araña de luces, hasta
descubrir al fondo del pasillo, de uno de tantos pasillos, un rótulo que decía
“sólo personal autorizado”. Imaginé al otro lado de esa puerta un mundo opuesto,
el universo inverso de la ausencia de rivales, de la paz y el silencio, y
fingiendo tanta naturalidad como las circunstancias lo permitiesen fui hasta
ella y la empujé y entré sin más, Fui en efecto recibido por eso que quería:
paredes grises, escaleras de malla metálica, extinguidores y rótulos de letras
rojas sobre fondo blanco. Subí, devorando de tres en tres los escalones, empujé
otra puerta restringida, vi por sacrosanta dicha del destino un rotulito con
enagua triangular junto a uno de patas rectas y de puntas redondas, no decía
cuarto de restar ni nada así pero ahí estaban las dos puertitas de los dos
sexos principales de esta binaria creación, entré en la que me correspondía,
abriéndome de un solo tirón la jareta, restándome medio litro de agüita amarillenta
que me pesaba como medio quintal entre la vejiga. Ah…
Después, no era para menos, me di palmadas en la
cara y la nuca con agua bien fría, me sequé con papel toalla y sentí ceder la
fatiga; ella no sería problema durante la conferencia. Me acomodé la corbata y
la hebilla del cinturón tan bien como pude, aspiré el aroma de encierro y desinfectante,
supe que mi pelo estaba cordialmente caótico, o sea para cualquier parte,
corroboré que sí se alineaban en mi eje frontal -el de los chakras- el nudo de
la corbata, los botones de la camisa, la hebilla ya referida y la jareta. Me
propuse regresar por donde vine sin moverme con demasiado énfasis para que toda
esa frágil sucesión no se desacomodara. Y es que tengo terror, debo confesarlo,
a lo torcido, la torcidez, a subir destramado a un escenario, con todo y que de
seguro lo he hecho muchas veces, violando de cuajo una exigencia cuya férula no
me perdona en los minutos previos a tales predicamentos.
Siendo así, bajé más despacio las gradas metálicas,
tratando de tranquilizarme con la hipótesis de que el nerd de las sondas aún
estaría procreando palabrejas de tres tamaños, y con que a los peores
expositores los suelen premiar después con largas series de preguntas; una
vaina que asombra como pocas. Y estaba, por último, la posibilidad de que
hubiera una pausa para el café entre su conferencia y la mía, de esto yo no
podía estar seguro porque no tenía el programa a mano y sin embargo tenía
lógica, mucha lógica. Claro, compa.
O sea que yo podía bajar esas gradas con calma, pensando
en la secuencia de mi exposición: primero la motivación y los antecedentes,
luego la primera capa, la interfaz, haciendo énfasis en la sencillez y carácter
intuitivo de los casos de uso, adentrándome luego en los controles y en la
lógica de la segunda capa, para cerrar con un breve recorrido por las
estructuras internas de almacenamiento y con una excitativa a considerar las
grandes ventajas que tendría para la región un proceso de interoperabilidad y
portabilidad tecnológica y de hallazgo de estándares para los procesos de
planificación y de coordinación internacionales. Sí, una sola vomitada y en ese
orden, me los echo a la bolsa. Palabruchas, cómo hay.
Tuve mente, también, para pensar en mis pobres estudiantes.
Habían entregado la documentación de los mecanismos de seguridad, con los
mensajes de advertencia y excepción, pobrecillos, una cosa aburridísima de
hacer. Y más aburrida todavía de revisar, reconozco, pero me dije que esta
misma tarde, luego de una merecidísima siesta, emprendería la labor y mañana en
la mañana ellos recibirían mis correos. Con copia al Director de la Escuela,
para que vea que sí me preocupo. Me hace mueca de perro cada vez que le pido un
permiso como éste. Ay, mis pobres muchachos, cómo los abandono, iba pensando
cuando llegué otra vez a la puerta de acceso restringido, disponiéndome a
retornar al mundo del trajín ruidoso y multicolor que había con solo
franquearla.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando abrí y me topé con
más pasillos grisáceos y más rumor como de estacionamiento, de planta
eléctrica, de sistema de aire acondicionado. Tan distraído venía que con toda
seguridad había bajado más de un nivel por la escalera metálica. No había otra
explicación posible y regresé para entrar por donde salí. Subí, confiado, pero
no se pudo: la puerta se había trancado, drástica y ruda. El pasillo se alejaba
a izquierda y derecha, había una pared lisa y brillante al frente, pasamanos
recién pintados de negro, ductos, tuberías y mangueras en el cielo raso. De
pronto se abrió una puerta en esa misma pared que antes me pareció sin
interrupciones, a mi derecha, como a unos doce pasos. De un pequeño aposento
surgió, y con el mismo atuendo que tenía esa madrugada, Risitas de Oro.
–¿Qué hace usted aquí? – preguntó con sequedad.
–Perdone, me debo haber extraviado.
–¿Pero cómo entró, señor?
–Por ahí, por esa puerta.
–Pero usted no debió haber abierto esa puerta, ¿por
qué lo hizo?
–Venía del baño.
–¿Del baño, cuál baño?
–Del que hay arriba.
–¿Arriba?
Me di cuenta de que ese diálogo no estaba sirviéndome
de nada. Risitas de Oro encontraba siempre la respuesta, o la pregunta a mi
respuesta, que más me alejara de lo único que podía interesarme: salir de ahí
tan rápido como fuera posible.
–Mire, luego cuando coincidamos en el hotel le explico
–lo atajé–. Ahora me urge regresar al auditorio.
–¿Cuál auditorio?
–Cóndor II.
–Ah… Cóndor II.
–¿Puede abrirme la puerta, puedo irme?
–No señor, no puede irse –dijo al fin, luego de dar
vuelta, ingresar al recinto del que salió, y sentarse muy parsimonioso tras un
escritorio.
–Pase –agregó, y entré en una oficina que me sorprendió
por espaciosa. Frente al escritorio había tres sillones, uno grande, otro
mediano y otro pequeño. Escogí el grande, me recosté bufando. Decoraban las
paredes tres cuadros con flores y no diré, para no aburrir, de qué tamaño eran.
–¿Por qué no puedo irme?
–Porque está en una zona restringida, aquí en este
edificio hay bóvedas de seguridad.
–¿Bóvedas de seguridad?
–Ajá.
–¿Seguridad de qué?
–Ah no, señor, no le puedo suministrar detalles, yo
mismo no conozco mucho.
Risitas de Oro se había por fin dignado a mirarme,
y lo acompañó con el despliegue de sus bruñidas coronas.
–¿Se acuerda de mí? –aproveché para preguntarle–,
esta madrugada usted me llevó a mi habitación, me ayudó con el equipaje.
–Ah, sí –respondió, y en un instante supo llegar a
un punto neutro, a una suerte de equidistancia perfecta donde cualquier posible
emoción se anularía con su opuesta: ni sereno ni ansioso, ni condescendiente ni
agresivo, ni curioso ni indiferente. Eso sí, en perfecto silencio, mientras tomaba
una pluma y empezaba a llenar un gran formulario.
–¡Necesito irme! –supliqué– ¡Ya mismo tengo que ir
a dar una conferencia, en el Salón Cóndor II, déjeme salir!
–Primero tiene que suministrarme una identificación,
señor, para anotar sus datos aquí –contestó sin levantar la vista del papel.
–¡Pero yo no tengo mis documentos aquí, están en el
saco!
–¿En el saco?
–¡Sí, en mi saco, lo dejé en mi butaca, en el
auditorio!
–Ah, ya entiendo, usted salió del auditorio y se
vino para acá, ¿por qué se vino para acá? ¿Se puede saber, señor?
–¿De veras necesita preguntarme eso? – me encrespé.
–Sí, es una de las casillas de este formulario. ¿Me
da por favor su identificación?
–¡Que no la tengo, ya le expliqué!
–¿Y dónde dice que la tiene?
–¡En mi saco, en el auditorio Cóndor II, la fila de
butacas reservada para los conferencistas!
–Ya entendí, señor, no tiene por qué levantarme la
voz –agregó mientras escribía algo en la computadora. Un vejestorio con monitor
de tubo, un armatoste.
Qué tipo exasperante. Busqué un insulto. “¡Qué feo
que a uno le toque ser usted!”. Algo así, contundente. Pero un poco de silencio
nos vendría bien. Saqué mi celular de la bolsa del pantalón; si localizaba a
Rojitas él me podría ayudar. El aparatito reconoció enseguida una red inalámbrica,
“Neruda–guest”, pero tenía clave de seguridad. Risitas de Oro seguía muy
concentrado tecleando, con dos dedos, despacísimo. El ruido de esas viejas
teclas daba ganas de llorar.
–¿Me puede por favor dar la clave de la red de
huéspedes?
–Debe pedirla en recepción.
–¿No la sabe?
–En recepción se la van a dar con mucho gusto.
Volví al silencio, a moler con desespero los
trocitos de tiempo que sus teclazos hacían saltar.
–¿Qué está escribiendo? –me atreví al cabo.
–Un mensaje al oficial de seguridad de la zona de
auditorios.
–¿Y por qué no lo llama a su celular?
–Acá no tenemos, es prohibido usarlos en el
trabajo.
–¿Y para qué es el correo?
–Le estoy avisando que usted está aquí, para que le
busque su saco y lo traiga con su identificación, de otro modo no puedo
completar el formulario.
–¿Pero y cómo va a leer el correo si no puede usar
el celular? –gemí, controlándome a duras penas.
–Él hace rondas –Risitas de Oro me obsequió una
vista full extras de sus dientes.
–¡Pero yo no puedo esperarme tanto, tengo que ir a
dar mi conferencia!
–Yo lo entiendo, pero no lo puedo dejar aquí solo,
señor…
–¿No tiene otra solución?
–No, no tengo otra solución. Y me disculpa, caballero,
pero entre más preguntas me haga más voy a tardar.
En ese momento me di cuenta de que en la pared
detrás de su escritorio había un póster enorme, con una modelo en tamaño
natural. Pensé que se trataría de un anuncio de cerveza, o de aceite bronceador
o así por el estilo, una cuestión turística. Viña del Mar, La Serena. Pero
sólo era la foto tamaño natural de una de esas mujeres que alcanzan un grado
inmanejable de perfección en sus formas. Es un equilibrio, una geometría, una
configuración mágica que lo hace preguntarse cómo será que a esa clase de
preciosidades sólo se las puede ver de cerca en fotografía, y cómo será que se
logran poner esos trajes de baño tan pero tan diminutos, eran una tanga y un
sostén de tan tremendísima brevedad, tan inapelablemente sucintos que al cabo
no pude sustraerme y me quedé mirándola fijamente, abriendo en desmesura mis
fauces y mis párpados porque ella pareció que así, sin previo aviso, había
echado a andar.
Ya estaba a punto de llegar hasta a mí, de
abrazarme o de venírseme encima cuando sentí a Risitas de Oro que me palmeaba
la espalda y me movía la cabeza.
–Qué… ¿qué pasó?
–Señor, disculpe, pero se quedó dormido en el
sillón.
–¡Ah, sí, qué pena!, es que estaba esperando a que
usted llenara el formulario y viniera el otro agente con mi saco.
–¿Cómo dice?
–El otro agente, mi saco…
–No sé de qué me está hablando, señor, debe ser
algo que se soñó… mire, aquí tiene este papelito, camine hasta el fondo del
pasillo, doble a su izquierda y se lo entrega al guardián que hay ahí, le
explica que se extravió y que va para el auditorio Cóndor II, son tres niveles
más arriba, él le va a ayudar. Apúrese señor, usted me dijo que tiene que ir a
dar una conferencia.
Creyéndomelo apenas, tomé el celular de mis regazos,
me incorporé y corrí desesperado, haciéndolo todo como Risitas de Oro acababa
de explicarme. Donde él dijo había, en efecto, otro guardián que me guió muy
amablemente, y ya no quise fijarme si sería alto o bajo, gordo o enjuto, con
anteojos para caras mofletudas o con corbatín; sólo le di las gracias, empujé
la puerta, descorrí la cortina y reingresé al auditorio justo a tiempo para
iniciar mi conferencia.
–Ah… ¡allá está nuestro expositor! –exclamó un organizador,
invitándome a subir al estrado.
Muy adusto le di la mano, disimulándole a él y al
público los requiebres de mi aliento. Mientras me presentaba y agradecía con
alguna fórmula gastada que incluyera una explicación de mi retraso, fui
disponiendo el celular cerca de la estación de trabajo, y pronto la conexión
Bluetooth estuvo lista y trasladé el archivo de mi conferencia. “Bueno”, dije
frotándome las manos, “lo primero que vamos a hacer es una motivación del
modelo, de sus antecedentes y orígenes”.
–¿Del modelo? –preguntó alguien del público, con
una estruendosa carcajada.
Me sorprendió su descortesía, claro está, y ya iba
a responderle cuando otro, ubicado más atrás, agregó:
–¿No serán los orígenes de la modelo?
–¿La modelo? –repuse, mientras me viraba y con estupefacción
comprobaba que la muchacha guapísima del póster de la oficina de Risitas de Oro
estaba siendo desplegada en todo su esplendor, tanto en la pantalla principal,
la más grande, como en otras dos, una mediana y otra pequeña, que había a un
lado del salón y a la entrada, respectivamente.
–¡Disculpen! –grité yendo en carrera hasta la mesita–
¡Esto es un accidente! –y traté de detener la proyección.
La forma más directa era desconectando el Data
show, pero estaba encaramado allá en el techo, y el cable era USB y había
muchas entradas de este tipo en la CPU. Presioné frenéticamente “escape”, sin
resultado. Mientras el mundo seguía desternillándose, una parte de mi cerebro
se empeñaba en hallar una explicación. Quizá activé sin querer la cámara del
celular mientras Risitas de Oro llenaba el formulario. Pero no: él no había
estado llenando tal formulario, fue eso lo que me soñé… ¡Sí, el maligno fulano
se había aprovechado de mi sopor y había filmado sin que yo pudiera darme
cuenta! ¡Luego me había despertado, cabrón, indio cabrón, así que ya había
hecho la trastada! ¡Maldito, me las tenía que pagar!
La razón no podía ser otra y ahora mi presentación
era un desastre porque Risitas de Oro había incluso tenido la astucia de hacer
zoom sobre el pubis de la modelo. El cuadro seguía acercándose más y más al
diminuto trapito que cubría su sexo, y el público se carcajeaba y yo pateaba el
suelo tratando de reventarle los cables a las regletas, hasta que hubo de
repente un ruido tremendo, invasivo, un tropel a mi espalda. Volví a ver y un
grandulón se había trepado al escenario y corría directo a mi encuentro. Traté
de incorporarme (yo estaba de cuclillas, viendo cómo hacer para dejar la
regleta sin alimentación) y el gigantón se me abalanzó. Quizá era Rojas; él no
es tan alto pero cuando uno está en el suelo los gigantes proliferan.
La duda de todas formas se quedó en eso porque en
el último momento di un salto y me vi al borde de la cama de mi suite Golden
Majestic Executive, o como putas se llamara, en la orilla de la enorme cama
donde apenas tres o cuatro horas atrás había caído como un árbol derribado por
un rayo. El estruendo como de galope lo hacía alguien que aporreaba la puerta,
que la debería haber estado aporreando largo rato y que ahora había decidido
abrirla e ingresar sin más preámbulos en la habitación. Volver de una
pesadilla, leí cierta vez, tiene el premio, la recompensa, de que uno se siente
nacer de nuevo. A tientas logré estirar una mano hasta la lamparilla de la
mesita de noche, produje un mínimo de claridad… ¡y Risitas de Oro estaba
frente a mí!
–¿Pero qué hace aquí? –solté un alarido, espantado,
virándome, arrastrándome sobre los codos hasta el respaldar de la cama.
–Ay señor, disculpe, usted debe haber tenido un mal
sueño. Esta madrugada, cuando lo acompañé a su habitación, me dijo que a las
diez tenía que dar una conferencia. Usted me insistió en que lo despertara a
cualquier costo, entrando incluso a su habitación si fuera necesario.
–¿Yo le dije eso, que debía dar una conferencia a
las diez? ¿No era a las diez y media?
–Bueno, no sé, señor, me parece que me dijo las
diez.
–¿Y qué hora es ya?
–Las nueve y treinta y cinco, señor.
–¿Y a qué hora termina el desayuno, en el comedor?
–A las diez, señor, si se apresura aún le podemos
atender como usted merece.
–Bueno, bueno… –murmuré–, me voy a vestir.
En ese momento me percaté de que tenía abierto el
pantalón y que bajo el bóxer se advertía que la imagen de la chica en micro
tanga del póster había afectado mi torrente sanguíneo, por decirlo en clave.
Era indispensable que Risitas de Oro se fuera de una vez.
–¿A qué hora le arreglamos su habitación, señor?
–estaba preguntando él.
–¡Después, después! –lo ahuyenté con ambas manos.
Él, suspicaz, ya le estaba haciendo señas a una
mucama que permanecía en el dintel, y ella se esfumó.
El pequeño fulano ya iba para afuera, pasando junto
a la puerta del baño, cuando logré darle caza. Lo aferré por los hombros, le di
vuelta, lo sacudí con toda mi fuerza.
–¡Pero qué le pasa, señor, deténgase! ¿Qué le pasa?
–Nada…no me pasa nada –lo solté–, sólo quería estar
seguro.
– ¿Seguro de qué? ¡Por Dios, señor!
–De nada… discúlpeme, y ya váyase, déjeme por favor,
de veras, discúlpeme.
Hay datos que se me clavan como espinas en la memoria.
Diez y treinta, sí: lo vi en el programa cuando lo imprimí. Después lo metí en
algún clasificador del maletín, pero ahora no había tiempo de buscarlo. También
está lleno de papeles de la Universidad. Hay un estudiante que me reclamó la
nota de un examen y no sé qué lo hice.
Bendito maletín; me urge uno más sencillo. Pero me
corto un huevo, es a las diez y treinta. Además lo normal en estos congresos es
que ocurran atrasos. Ya deben ser las nueve y treinta y ocho, digamos. Llego al
comedor a las y cuarenta y cinco, me tomo algo rápido, ojalá un buen jarro de
café. No, ahí no me van a traer jamás un jarro. Pichelito, del que se riega.
Pichelito. Cojo bastantes pastelillos y un yogurt. A las diez en punto voy
subiendo en el ascensor. A las diez y veinte bañado y vestido; a las diez y
media entrada triunfal en el auditorio. ¿De veras se llamará Cóndor II? Eso también
está en el programa, pero repito: no hay tiempo de buscarlo. Para qué
preocuparme por tonterías, nada más llego al front desk y le pregunto a
cualquiera, el Congreso Regional de Gobierno Electrónico, ¿o es Gobierno
Digital?, puta, ¿cómo se llama mi congreso?
Todo lo pensé en modo flash, mientras iba de vuelta
hacia la cama. Agarraría la camisa, que tenía que estar donde yo la había
dejado, al otro extremo de la mega cancha donde hacer el catálogo entero del
Kamasutra, me ensartaría los zapatos y saldría como un tiro. A ella me la
abotonaría en el pasillo; a ellos me los me amarraría en el ascensor. En eso
descubrí algo prodigioso junto a la mesita de noche: unas pantuflas. ¿Serían de
mi talla? ¿Me las habría dejado Risitas de Oro mientras me mostraba la
habitación? ¿Habrían estado siempre ahí, serían parte del lujoso servicio? ¿Si
buscaba encontraría otras medianas y otras pequeñas? No quise saber nada, no
quise ya mirar ningún objeto en mi entorno, sólo me las puse, aceptando sin
chistar que mis pies se embutieran con deleite en ellas. ¿Se las habrían empacado
la antevíspera al hombre cuete? Imposible aclarar tantas interrogantes. Lo
único que sé es que por suerte la tarjeta de abrir la puerta estaba en los bolsillos
del pantalón, que el cinturón continuaba encima de una de las mesitas nido (¿la
pequeña?), que entró dócil en las trabillas, que pude irme abotonando la camisa
mientras corría por el pasillo en busca del ascensor.
Varias veces toqué, empujé, estremecí, agazapado en
la soledad del recursivo pasillo. A las paredes de mi habitación: un codazo fuerte.
A la manija de la puerta: un jalón despiadado. Luego otro. Al rodapié: una
vulgar patada. Leí que Emerson dijo que el tiempo es perfecta efervescencia de
novedad. Añadiría yo que la vigilia es perfecta efervecencia de realidad. De
dureza. Del sí. Del sí irrefutable que se comprueba con solo chocar el propio
cuerpo contra lo que está alrededor. Estrellar las manos, la espalda, estrellar
la mirada y la nariz, estrellar el oído contra los ruidos que sirven dóciles a
la causa de hacerlo a uno saber que ya no hay ninguna ambivalencia y ahora se
encuentra perfectamente despierto.
Desarrollé, hace algún tiempo en ratos de ocio, una
técnica que venía en un librito que me prestó una estudiante, y ruego se me
disculpe por tanto detalle innecesario, una técnica para memorizar
desplazamientos complejos en edificios grandes. Ya sabía, porque así lo
registré esa misma madrugada, que debía seguir ir unas quince puertas más por
ese pasillo, que ahí encontraría una te, que debería doblar a la izquierda,
otras quince puertas o así, hasta llegar a un vestíbulo con elevadores y
escaleras. Corrí tan rápido como es posible hacerlo mientras uno va poniéndose
una camisa que está casi nueva y tiene los ojales muy ajustados, tomándome del
pasamanos resolví los noventa grados del vértice y redoblé el paso pero al
aproximarme al espacio abierto me detuve en seco. Bueno: me detuve tan en seco
como se lo permiten a uno un par de pantuflas con suela 300
de felpa que vienen al galope tendido sobre un
inmaculado piso de cerámica.
El inventario estaba completo cuando hube recuperado
de alguna manera la vertical, ya que no así el aliento: había, a mi derecha,
tres macetas con plantas ornamentales. Una grande, una mediana y una pequeña.
Cada una de ellas estaba al pie de una ventana: una grande, una mediana y una
pequeña. Cerca del borde de la pared, donde ésta terminaba para dar lugar al
lobby de los elevadores, había tres interruptores de luz. Uno grande, uno
mediano y uno pequeño. El decorador, o decoradora, había hecho fiesta con la
nota china: en el techo y paredes había lámparas de rojo con dorado. En tríos,
claro: grande, mediana y pequeña. Una profusión insensata. Di unos pasos más
hacia el ascensor, trastabillando. Me sentía dispuesto a huir. A toda costa y
hacia ninguna parte, pero huir. No era uno: eran tres. Y sus puertas: lo que ya
tanto he repetido. Desesperado di vuelta en redondo, para regresar al pasillo y
desaparecer por él. ¿Regresar a mi habitación? ¿Correr hasta que terminara, si
es que terminaba en algún balcón? ¿Asomarme entonces al vacío?
Lo intenté pero una vez más tuve que frenar en
seco, y esta vez estuve a punto de irme de bruces. Al fondo –si es que ese
pasillo tenía fondo–, diminuta, infinitamente diminuta, se balanceaba
corvetas, progresando hacia mí, la implacable silueta de Risitas de Oro.
Rodolfo Arias Formoso nació en San José en 1956. Es licenciado en Computación e Informática de la UCR. Profesor en dicha universidad (1977-2010) y Consultor en Informática, con especialidad en informática jurídica y con experiencia en muchos países de Latinoamérica. Ajedrecista de la primera división nacional, integrante de la selección de Costa Rica en la Olimpiada Ajedrecística de Turín, 2006. Su carrera literaria se inició con la novela “El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, ganadora de Mención Honorífica en el certamen Valle Inclán, convocado por EDUCA (Editorial Universitaria Centroamericana) en 1989. Esta novela, publicada por primera vez en 1991, ha sido reeditada en varias ocasiones y se ha convertido en una referencia obligatoria dentro de la literatura costarricense contemporánea, vista su audaz estructura y tratamiento del lenguaje popular del país. En 1996 publicó una novela corta, “Vamos para Panamá”, reeditada en 2001, la cual recibió muy positiva crítica en los círculos literarios nacionales, y en 2007 su tercera novela, “Te llevaré en mis ojos”, premio nacional Aquileo Echeverría, en ese género, y en ese mismo año 2007. El mismo galardón, en rama de cuento, lo recibió en el 2010 por “La Madriguera”, una recopilación de su producción en narración corta, con diversidad de temas y texturas.
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