“El viento
viejo” tiene algunos cuentos de los mejores que se han escrito en nuestra
patria. De este libro emerge Francisco Zúñiga Díaz como uno de nuestros mejores
narradores, superándose en su oficio constantemente, y dándole a su trabajo literario
esa dignidad y esa claridad tan difícil de encontrar en nuestra literatura contemporánea.”
Alfonso Chase.
El viento viejo publicado por la editorial Costa
Rica en 1978 es la cuarta entrega de narrativa de Francisco Zúñiga Díaz. Libro
de microrrelatos si se quiere, prácticamente la totalidad de sus veintitrés narraciones
no supera la extensión de una página.
Para los lectores costarricenses de entonces supuso
también la oportunidad de leer por primera vez los cuentos “La fiesta” y “Efraín
Soto P.” que ya habían aparecido en su volumen de cuentos “La mala cosecha”
impreso en Chile en 1967 y que el autor incorpora en este volumen.
Hoy para nosotros, “El viento viejo” es una muestra
de mesura narrativa, diminutas estampas compuestas de una prosa que llamaríamos
“preciosista”, apenas cuentos, apenas esbozos de mundos idos y distantes, pero
vibrantes en su humanidad familiar y reconocible.
Y algo más, el ya evidente despliegue de Francisco
Zúñiga Díaz como el definitivo maestro de la narrativa humorística
costarricense. Algo que quedará patente más adelante en el desarrollo de su
obra posterior en “La encerrona de la Chupeta” y “Los cuentos de Tamuga” que
precisamente es en este volumen de cuentos que reseñamos en que aparece este
ingenuo y simpático personaje por vez primera en un relato que apenas es un
chiste, una travesura bien contada, pero que atrapa, igual que la relajada
picardía de los textos aquí seleccionados como “La inmortalidad de don Servando”,
“El Trueque”, “El apodo de Juan Soto”, y “El alegre novenario de don Críspulo”.
En suma, tenemos aquí algo menos de la típica gravedad y patetismo del realismo
costarricense usual, un tratamiento lingüístico impecable, textos que pese a su
entorno se vuelven humanos, universales e intemporales, como suele serlo la
buena literatura.
Ahora solo queda guiñar el ojo y disfrutar de esta
breve muestra.
Germán Hernández.
El viento viejo
El verano descuelga tardes de colores. Por el
cielo, volando encaprichados, brisas, hojas y barriletes. Un montoncillo de
polvo se diluye en un remolino y el eco dispersa la algarabía de trompos,
canicas y rayuelas. Para elevar el barrilete se necesita al viento, que está
muy alto, de seguro. O vendrá desde lejos, de la montaña, desde más allá del
potrero, por Nances o por Peñas Blancas. Y los chiquillos de Juan Mena y los
otros, todos, comenzamos a llamar al viento: "Julián, Julián, vení a beber
café con pan"
Y Julián, el viento, da su lengüetazo bajo y
alborota las hojas de la calle del verano. Y se eleva y con él el barrilete,
las sonrisas, el ensueño.
Julián es el viento. ¿Por qué? ¿Nos importa
saberlo? Y Julián también es Julián, el viejo sucio que llega a la pulpería de
Raúl cuando le da la gana.
Este Julián talvez es el viento. Viene astroso y
desgreñado, como si hubiese llegado descolgándose de la montaña y llega como
respuesta a nuestro grito de adentro, a nuestra súplica para que traiga al
viento, o venga con el viento a encumbrar nuestro barrilete.
Trae el pelo blanco y largo y despeinado, tal vez
de revolverse entre las ramas. ¿Sus barbas canosas no son, acaso, barbas de
viento? ¿Las historias que cuenta, de muertos y aparecidos, de alegrías y tragedias,
no llegan a nosotros envueltas en los remolinos de su barba viento?
Se va Julián, de regreso, porque ya hizo verano.
Retorna sucio y desgreñado y va a recurtirse a las montañas. Nos deja el molino
de sus cuentos, que reconcomen y reconcomen hasta obligarnos a contarlos.
Tamuga
En el recreo o en clase —y más en clase— Tamuga era
el problema.
¿Qué una diablura?: Tamuga. ¿Qué un alboroto?:
Tamuga. ¿Qué un nuevo apodo?: Tamuga
Y la fama de Tamuga —la de malo, que la de bueno no
trasciende— se saltó las cercas de la escuela y circuló, con viento a favor,
por todo el pueblo.
"...que no te juntes con Tamuga".
"...Que me pegó Tamuga". "...Que es que Tamuga me quitó el
cuaderno y escribió unas malacrianzas y la maestra, por eso, me dejó
arrestado".
Y Tamuga por aquí y Tamuga por allá.
Doña Tomasa aumentó sus preocupaciones de madre,
que eran como una gran colcha remendada con problemas, tendida en la extensión
del estar lidiando todo el día con chiquillos. Y por las dudas le dijo a
Josecito:
—Mire, mijito. Yo le recomiendo una cosa: por el
amor de Dios', por lo que más quiera, no se junte con ese Tamuga.
Y Josecito se quedó cariacontecido. Muy temeroso
ante la nueva prohibición, sumada al no moleste al gato, al no le tire piedras
al palo de cas, al no se ensucie porque esa camisa se la tiene que poner
mañana, no tuvo más remedio, por primera vez porque doña Tomasa no aceptaba
réplicas, que salir en defensa de Tamuga.
Y lo dijo
con temor y sorprendido:
—Pero mamá... Si Tamuga es mi hermano Carlos. Es
que le dicen Tamuga en la escuela.
La inmortalidad de don Servando
El perdurar es una de las ilusiones de todo ser
humano. La sabiduría oriental comprime esta inquietud filosófica, sin
complicaciones ni conjeturas sobre el más allá y la inmortalidad del alma, en
su máxima de plantar un árbol, tener un hijo y escribir en libro.
Los tres pedimentos son silos: el árbol florecerá y
se hará semillero. El hijo también. Suponemos que con el libro sucede algo
semejante.
Pero el perdurar también se apuntala en la lápida,
en la tumba, en el epitafio.
Don Servando fue un burgués redomado. Vivió dentro
de la opulencia: casas de recreo cerca del mar y en las montañas, viajes a
Europa, automóviles, dinero y un sin fin más de aditamentos terrenales.
Por haber saboreado todos los placeres del mundo
quiso —y es muy explicable su deseo— perdurar en la vida eterna. No aspiraba ni
a estatuas ni a mausoleos, que la pátina del tiempo opaca; ni a honores que el
viento y el olvido, irresponsablemente, desbaratan. Quería no más una tumba en
un cementerio residencial.
Se hace necesario aclarar: en los cementerios, al
igual que en los aviones y en los trasatlánticos, hay sitios de primera. Y si
uno vive con comodidades no debe ser sepultado, cuando le guiñe un ojo la
parca, en cualquier sitio. Don Servando escogió un cementerio de primera, de
gente de sociedad, en donde descansaría hasta la consumación de los siglos.
Y enamorado de la belleza y el bienestar, dispuso
dos cosas en su testamento: que lo inhumaran en "El Vergel de la
Inmortalidad" pues ese había sido el cementerio escogido, y que plantaran
un jacaranda para que el verano adornase con su color lila su nueva residencia.
Los hijos cumplieron los últimos deseos de don
Servando: compraron el lote en El Vergel y sembraron el árbol de jacaranda.
Después, al filo de la última palada, se repartieron los bienes dejados por el
difunto.
En "El Vergel de la Inmortalidad" el
valor del metro cuadrado es más caro que en el cielo y los descendientes —de
por sí don Servando no se daría cuenta— compraron nada más que lo
indispensable: media vara cuadrada de tierra.
Y don Servando fue sepultado ahí, de pie. No cabía
en otra forma. El árbol de jacaranda, una vez crecido, empujaría las raíces
hacia adentro y del opulento don Servando quedarían unos huesos triturados,
incrustados como astillas en las raíces.
El viento, en la haraganería de los veranos,
travesearía entre las frondas, hasta desvanecerse en una lluvia pertinaz de
pétalos lilas.
El trueque
El inicio del invierno hizo que le picara más la
comezón a Evaristo, como cuando después del primer aguacero comienzan los
brotecillos a rascar la tierra.
El olor de invierno recién nacido jugó de ariete
para hincharle su amor, mejor dicho su apego a Mercedes, que le retoñaba como
si le echara hijuelas.
Y entonces habló con Rafael:
—Vos sabés
—le dijo—. Estamos en algo equivocado. Vos siempre te has entendido con Chepa y
yo con Mercedes. Ninguna de las dos parejas está casada como Dios manda.
Rafael entendió y dijo que sí, pues para él en
realidad, era más razonable que Chepa se viniera para su casa y Mercedes se
trasladara a la de Evaristo.
—Para los cuatro es más conveniente —dijo como
única respuesta.
Un arcoiris colocó metáfora en la escena y vació
sus colores en la hondonada.
Y se hizo el trueque: Chepa se fue con sus
pertenencias y sus chiquillos para la casa de Rafael y Mercedes, con sus
chuicas e hijos, para la de Evaristo.
Y lo que nunca había pasado sucedió: Evaristo y
Rafael se enemistaron por primera vez y por poco y si no interviene la
autoridad, un machetazo hubiese orlado de luto la comprensión de los dos
hombres.
—Que me jodió, me jodió —decía Evaristo en la
taquilla.
—Fue un trato chueco: ¿No ven que Mercedes se trajo
los siete chiquillos que tenía? Yo, porque el asunto se había arreglado bien,
ni me di cuenta que Chepa tenía seis ¡Una boca es una boca!
Como ya era verano, una ráfaga llena de polvo y hojas
secas puso punto final a la escena.
El apodo de Juan Soto
El culo roto era lo que más lo sulfuraba. Ante el
grito insultante ya él tenía preparado —y lo soltaba fácilmente— el suyo, eco
que se iba perdiendo, calle arriba, propiciado por la réplica del chiquillo, o
del viejo, que majaderiaba por la joda o el vacilón.
Las tardes se recostaban casi agotadas de tanto sol
del mediodía y una brisa, casi fresca, jugueteaba entre las rayuelas y la
mancha brava, la gritería de los chiquillos y el transcurrir lento, monótono,
de los días.
Y se sabía de Juan Soto porque lo precedía siempre
—y se alejaba después de su paso— el grito modulado y tendencioso hecho con
bocina de manos o altoparlante de gargantas:
"Juan Soto, culo roto... Juan Soto, culo
roto..."
Y la respuesta, también modulada pero sí defensiva,
e insultante, desde luego, de "roto lo tiene tu madre, hijueputa... roto
lo tiene tu madre, hijueputa..."
Este
transcurrir de Juan Soto, en este pueblo en particular, no tiene ninguna
novedad porque es repetición de un personaje y otro pueblo. El ataque y la
réplica son similares, aquí y allá. Y, además, todo en la vida aburre y cansa.
Surge, de pronto, algo más interesante. Incluso la incursión de otro personaje
que arrincona a Juan Soto, porque sí, porque se hizo un chisme grande con la
Muda, que contó, por señas, a todo el pueblo y con lujo de detalles, que el
Alcalde se había acostado con ella, porque Manolo Torres la empezó desde hace
días y hoy es espectáculo de borrachera en media calle, porque en la variedad,
que caray, está el gusto.
Y solo, muy allá de cuando en vez, surgía como eco
que fue aprisionado por la ocurrencia de que Juan Soto pasaba, el hiriente y
puntiagudo Juan Soto, culo roto y roto lo tiene tu madre, hijueputa. Y Juan
Soto respondía ya solo al Soto y cualquiera decía ¡Soooto! y el roto lo tiene
tu madre salía, sin dificultad, espontáneo, casi respirado de lo fácil que se
decía.
Y Juan Soto se murió y eso no es ninguna novedad si
consideramos que se muere hasta la gente bien importante. La Municipalidad, o
los vicentinos, o alguien caritativo pagó el entierro y puso una cruz en la
tumba de tierra y un dos de noviembre, cuando se pintan las sepulturas y se
rotulan, para que la gente que visita el cementerio tome nota de que los deudos
cuidan de la memoria de los fieles difuntos, la Municipalidad, o los
vicentinos, o alguien caritativo rotuló la cruz, en el travesaño, con el nombre
Juan Soto.
Nadie supo quién, pero el dos de noviembre después
de la misa en el cementerio, cuando la gente se desplaza por las callecillas
para ir a ver cómo está la tumba de mamá y poner una corona de flores de papel,
pudo verse el homenaje póstumo para el infortunado Juan Soto, pues a la par de
la mención de su nombre Juan Soto alguien, también con pintura negra, había
escrito culo roto.
Algunos sonrieron por la broma de mala entraña y
pasaron, a ver otras tumbas, como si nada. Pero un chiquillo, que había
molestado en vida al difunto, más por espíritu de copia que por intención, sí
consideró y lo lamentó muy profundamente, que no había sido considerado el
autor del agregado al nombre, al no darle al pobre de Juan Soto la oportunidad
de la respuesta.
El panteonero, al día siguiente, molesto
suficientemente por la falta de respeto a un difunto, pasó un brochazo blanco al
agregado y también, desde luego, al que fue puesto, de seguro ya muy tarde el
día de difuntos y que decía roto lo tiene tu madre, hijueputa, con una letra
temblorosa de rasgos infantiles.
El alegre novenario de don Críspulo
La vida, con todos sus contrarios, se manifestaba
en los dos sentidos más usuales en la casa de don Críspulo Montero. Se podría
aplicar el aforismo popular —y ello nos coloca en la definición justa— de que
el muerto al hoyo y el vivo al pollo.
La familia,
es menester reconocerlo, se preocupaba. Y no para menos porque una vela siempre
trae sus dificultades, máxime si a ella se le agrega el novenario, con tanto
deudo, amigo, vecino y conocido que atender.
Se dispuso en la cocina, como primera medida, matar
al chancho. Lorenza haría tamales, la Chola se encargaría de las tortillas
porque se las jala perfectas y... ¡con chancho, ni hablar! Roque tendría bajo
su cuidado el guaro, pues él, mejor que nadie, conocía en donde puede
conseguirse el mejor charral.
Por su parte don Críspulo, en el cuarto contiguo,
no comulgaba con la idea de hacer de difunto en la fiesta. ¡Papel más ingrato y
secundario! Como estaba por decidirse si entregaba o no su alma al creador,
mientras esperaba a la parca escuchaba, quién no, si era algazara, toda la
alegría, de los preparativos de su muerte, hasta el punto de que se le hizo la
boca agua, se levantó, llegó a la cocina y dijo: "Muchachas, hacemos la
fiesta pero con yo vivo. Háganse a un lado, puñeteras, que esto lo dirijo
yo".
Tiró a un lado su enfermedad, que ante tan
inusitada energía corrió con el rabo entre las piernas y empezó a disponer el
festín.
Mataron al chancho y se cumplieron todos los
etcéteras, acrecentados ahora por el entusiasmo del que fue aspirante a
difunto, nada menos que don Críspulo Montero, que para las parrandas era el más
pintado del pueblo.
Se hartó el viejo. Comió como nunca había comido en
su vida, tomando en cuenta que siempre había sido de lo más comelón y antojado.
Y no podía ser para menos. El desarreglo tal vez,
el comer en demasía posiblemente. Quizá la manteca de cerdo que se tiene sus
atributos, o el guaro, o quién sabe qué. Lo cierto es que don Críspulo, después
de la fiesta, que se extendió por nueve días más porque de por sí habían
planeado novenario, se curó completamente. Más roble era ahora de lo que había
sido.
Y desde ese momento —lo dice ahora después de
veinte años del festarrón de su vela— en mi casa no se planearon fiestas para
mí como difunto. Yo mismo establecí ya el programa que debe cumplirse si alguna
vez me muero, porque todo puede suceder sobre todo si se toma en cuenta que ya
me están coleando los cien años.
¿A qué va eso de parranda cuando se muere un
difunto? Lo que exijo es oración, misas, meditación. Mucho respeto y pesar y
nada de cosas mundanas.
De todas maneras el testamento los obligará a
cumplir mi deseo. Si no, todo lo que tengo pasa a la Junta de Caridad. ¿Cómo
puede ocurrírseles hacer fiesta si yo no estoy vivo?
El recuerdo
La pasión de Emérita fue Manuel. No se casaron
nunca y cada uno cogió su propio camino.
Manuel, mejor dicho, tomó su rumbo. Emérita no, que
siguió siendo la misma. Podemos afirmar que ni siquiera se quedó para vestir
santos, porque lo que tenía el caserío era apenas una ermita con solo un santo
patrono, visitada muy casi nunca por el párroco del pueblo vecino, vecino si
colocamos en el medio doce kilómetros de barreales.
El problema del quiebre del noviazgo puede
considerarse ahora, catorce años después, intrascendente. Caprichos,
exigencias, celillos tontos de muchacha nueva, que le reclamaba exclusividad a
Manuel cuando Manuel, es muy cierta la afirmación, se moría solo por ella.
Las malas lenguas del chisme que le adosaron un
romance con una vecina algo pispireta. La decisión voluntariosa de Emérita, que
no quiso seguir jalando y la resolución intempestiva, infantil tal vez, de
Manuel, que se largó para la zona bananera a buscar vida, dijo él, cuando era
para infringirle a Emérita un castigo, que caía sobre él mismo con igual
grosería.
Se repletó de recuerdos, más intensos por la
distancia, la pasión de Manuel. El animal de la cabanga de le hizo majadero y
le carcomía más que más a menudo, hasta a impulsarle, con tal de atenuaría, a
rejuntarse con una morenilla de la zona, que no exigía siquiera matrimonio por
que ignoraba que esa cosa existía.
Emérita rumió, como se dice, su desconsuelo. No
hubo manera entre varios intentos de muchachos del caserío que la veían con
buenos ojos, de que ella quisiese sustituir el amor de Manuel, que era un
matapalo colocado —penetrado diríamos— en su corazón. Siguió soltera, macerando
sus sentimientos, ya casi recuerdos agradables de tanto repasarlos, pero sin
ninguna posibilidad de borrón para quedar libre.
Manuel y la morena, en definitiva, no cuajaron ni
en continuidad ni en hijos. Como no se entendieron decidieron dejarse, sin
ninguna pena y sin ninguna alegría y el tiempo, que casi nunca es bálsamo, no
tuvo la ocurrencia de cicatrizar recuerdos.
Y un día de tantos, un montón de años después como
queda dicho, regresó Manuel al caserío. Saludó a los que ya eran viejos,
conoció a mucha gente nueva que eran los chiquillos de su tiempo y contó
historias sobre los bananales y los problemas de allá. Emérita, por supuesto,
se enteró inmediatamente. El diapasón de los límites del caserío recogía cada
pulsación extraña al segundo y el regreso de Manuel fue extraño,
indiscutiblemente, porque no tenía, es un hecho, nada que hacer ahí. No era
nativo del caserío porque llegó ya con sus dieciocho años. No tenía ni
familiares ni bienes. Había más vida en otros sitios.
Manuel buscó a Emérita. Se saludaron cordialmente y
conversaron de muchas cosas, menos del recuerdo.
Se despidieron también cordialmente y él, después
de despedirse de sus conocidos, arrumbó de nuevo a los bananales, a buscar vida,
dijo él, cuando era para sepultar, ya para siempre, un recuerdo muy agradable
que ya no tenía razón de existir.
Muy buenas todas las historias ,y por supuesto muy patrioticas.
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