Los perros de la muerte
El grito de los perros, los
pasos lejanos en la noche nebulosa, los espectros y sus lenguas de fuego. El
vehículo avanzó veloz sobre la autopista elástica. Atrás iban quedando las
luces de neón y las imágenes que se dibujaban en el firmamento. La máquina se movía
a más de 100 kilómetros por hora, gusaneando entre llanuras lejanas. En el
horizonte únicamente se distinguían sombras azules, como animales gigantes, pastando.
Él la miró, iba dormida en el asiento del pasajero. La sostenía el cinturón de
seguridad, llevaba la cabeza de lado, la respiración callada, ausente. Acarició
su mano, estaba tibia, aunque más bien fría, su rostro lívido. Viajaban de una
ciudad a otra, a la mañana siguiente ella impartiría una conferencia en la
universidad, luego viajarían a las montañas, se quedarán ahí dos o tres días.
Bajó un poco la velocidad,
entró en una curva, luego aceleró, y salió.
Fue cuando sucedió. De la
nada aparecieron tres siluetas al lado de la carretera, lanzando piedras al
vehículo. Los proyectiles impactaron el blanco como granadas terribles, los
fragmentos de cristal llovieron sobre sus caras. Él perdió el control, se estrellaron
contra la barda de contención. El vehículo volcó y dio varias vueltas.
Tres sombras se acercaron sigilosas
pero veloces. Abrieron el metal deforme. Él ya estaba muerto, ella aún respiraba.
Tomaron lo que encontraron: los teléfonos, relojes, billeteras, los
abrigos. Otro vehículo se detuvo para
prestar auxilio. Entonces los tres fantasmas desaparecieron, tal como llegaron:
de repente, entre las sombras azules de la noche.
Eran los perros de la
muerte; escaparon rabiosos, su botín no valía nada.
El gallo
La calle era de fuego, los rayos de sol se acumulaban
en el asfalto. No había viento, no había brisa, solo un cruce de caminos, el
paisaje desértico y el calor sofocante del medio día. El cielo, los ojos, la
piel ardía. Un hombre de mediana edad, esperaba en la carretera. La única
sombra que había era su sombrero de vaquero y su barba de tres días. La cita
era a las once de la mañana pero faltaban diez para las doce y el taxista aún
no daba señales de vida. Tenía que ser
paciente, aquí nada ocurría a tiempo. Al rato, cuando pasó una patrulla, sintió
que lo miraban con sospecha. No había hecho nada malo, ¿qué haría si lo atrapaban?
Estaba listo para decirles que no tenía para mordidas, que se lo llevaran, pero
eso era una tontería.
El calor era insoportable, perfecto
para tomar una cerveza helada, pero ahí no había nadie más que él, la carretera
vacía y el cruce de caminos.
Comenzó a consumir drogas a los veinte, aunque hacía
más de un año que metía nada. No es que le hiciera falta, pues tenía su hábito
controlado. Pero un poco, solo un poco, no estaba mal. Hay momentos en la vida
en los que se necesita ayuda para seguir adelante.
Al fin, un punto apareció en el
horizonte, poco a poco tomó la forma de un vehículo. Se detuvo de súbito, se
abrió la puerta. El sujeto que
esperaba en la carretera lo abordó. El conductor le mostró sus dientes
amarillos y soltó una bocanada pestilente.
–Está un poco caliente, ¿no? –dijo al ver
las gotas de sudor que resbalaban por la frente del pasajero.
El interior del taxi olía a hierba, el pasajero parecía
pedir un poco con la mirada. El taxista se reía, pero no le daba nada. No
conocía claramente hacia donde se dirigían, solo sabía que iban hacia el sur, a
una casa perdida, nada más.
–El bisnes amigo… el bisnes, ha estado muy
complicado –dijo el conductor.
–¿Por
qué?
–Ya
sabe los pinches pendejos que se
disputan la plaza. Además
está el ejército y la policía, con esos nunca se sabe. Lo único que les interesa es ver cómo sacan algo de
lana.
El taxista encendió un
cigarro, ofreció otro al pasajero, el interior del vehículo se llenó de humo.
Descendieron por un cañón, al fondo, como una cicatriz en la tierra, un caño
recogía los desperdicios de los habitantes del lugar, llegaron a un caserío. El
conductor notó que todo estaba extrañamente callado. No había niños jugando en
la calle, ni perros, ni nada.
–Esto
está muy extraño –dijo el taxista.
Luego detuvo el carro, se bajaron,
caminaron entre las casas.
–El
problema es guardar y mover la droga. Es muy complicado porque el negocio es
muy competitivo. Nosotros competimos contra la balas –se carcajeo– la verdad es
que no nos dedicamos a esto. Lo que guardamos aquí es solo para consumo
personal y para ayudar a algunos amigos. Porque los primeros que se mueren en
esta guerra son los vendedores al menudeo, y luego todo se pone muy escaso. A
mi me han hecho picadillo a varios conocidos, no le miento. Los parten en
pedacitos y los tiran a la calle. Así, pues no. Prefiero comprar una cantidad
grande con uno o dos más, y pellizcar lo mío.
Llegaron al final de una
alameda.
–Aquí
es. Este era antes nuestro bulín, pero ahora lo usamos para lo que usted
necesite. ¡ Panchito! –llamó a alguien en el interior.
A las seis de mañana el
gallo estaba cacareando, comenzaba a clarear. El hombre dormía en el sillón de
la sala, o lo intentaba pues estuvo bebiendo hasta hacía pocas horas, y ahora
sentía descargas eléctricas que se le venían sobre la frente. Entonces abría
los ojos, asustado, se cercioraba que nada estaba pasando y seguía intentando
dormir.
Al
rato se levantó, fue a la cocina, tomó un galón de agua tibia, se refrescó el
rostro y la garganta. Después se dirigió al baño, vomitó bilioso y orinó muy
amarillo. Se tiró en el piso fresco, sintió un leve alivio y cayó dormido. Un
escorpión se ocultaba en un rincón.
Comenzó
a soñar que escuchaba pasos alrededor de la casa. Luego la voz de unos hombres,
dos o tres, junto a la ventana. Trataban de abrir la puerta. Sintió la presencia de alguien. Aún medio
dormido quiso alcanzar la escopeta, pero ya no estaba en el lugar donde la
había dejado. El escorpión le picó la mano, sobresaltado, abrió los ojos.
Los hombres le cayeron
encima.
Lo
sacaron de la casa, lo llevaron a la parte de atrás, bajo un árbol. Apareció un cuarto individuo en la escena.
Traía su herramienta de trabajo en la mano y el gesto macabro. Cuando Panchito
escuchó el sonido de la motosierra deseó que aquello fuera como las descargas
eléctricas que había sentido un rato antes, cuestión de abrir y cerrar los
ojos. O como el aguijonazo del escorpión.
–¡Paaaaaanchooooo! Qué extraño, parece que no está –volvió a decir el
taxista.
Entonces al taxista le
entraron ganas de mear. Se plantó
frente a un árbol. Un gallo andaba alrededor.
Algo llamó su atención, lo miró con más detenimiento, el ave sostenía
algo en su pico.
–¡Pinche
pendejo! –gritó el hombre al gallo. El ave revoloteó y dejó caer lo que
sostenía. El taxista lo examinó con
asco. Era un pedazo de carne flácida.
–¡Una
verga! –gritó asustado. Avanzó por ahí y encontró un tronco humano, le faltaba
la cabeza, las manos y los pies.
–¡Ves
cabrón te lo dije! ¡Ya nos jodieron a Panchito!
Las postales extraviadas de la vida de
alguien más
Primero un paso
profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a
un tambor del tamaño de una ciudad. Después el silencio, amplio,
oscuro, como una caverna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente,
como un tsunami. Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y
otro paso similar, intenso, profundo, vasto y la vibración
constante, intensa por un segundo, como un anillo concéntrico en la quietud de
un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de
caminar entre un campo cubierto de flores de manzanilla, un día de cielo
azul o la paz de volar un papalote cuando uno es niño y únicamente
importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve.
Otro
paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien
como que se desgrana, despilfarrándose en partes más pequeñas sobre
la superficie. E inmediatamente las partículas se van soltando una
a una, chocando contra el
pavimento, mientras el sonido es amplificado. La calma se desvanece
y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que flota
misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza. Es el estado de
alerta, de precaución, como cuando alguien o algo acecha en la oscuridad.
Segundos
más tarde, ya no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los
pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina
velozmente. Es el motor de los aviones. Mientras vos y yo, y
los otros comienzan a correr, a escapar en todas direcciones, como
ratones de un cartoon noventero.
Pero
lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en
el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los
campos de manzanilla y los bosques tropicales y los nidos de oropéndola,
con sus bombas de piel humana, cayendo. Y los aviones te
siguen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican
cuando avanzan como la rosa de los vientos.
Entonces vas
sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una
montaña, con el viento acariciándote el rostro violentamente y tus
ojos chinos que lagrimean. Acelerás, acelerás y la moto vibra
y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen
dibujos y líneas muy picadas que forman la columna vertebral de un animal
tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás seguro por un
momento, emergen en el horizonte dos cazas, como puntos terribles que se
acercan llenos de certezas. Hasta que dos sombras en forma de cruz se
posesionan, una a cada lado tuyo sobre la carretera. Y ya no importa
si vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan.
Sólo es cuestión
de tiempo para que algo suceda.
Un hombre joven
camina por un jardín tropical, lleno de plantas exuberantes,
algunas están en plena floración; lágrimas
de colores, sobre
todo rojas y blancas, colgando de enredaderas brillantes, enormes, que crecen
sobre arbustos en una perfecta relación simbiótica. También hay almendros
y palmeras que han crecido desordenadamente en el jardín. El jardín está
ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Caribe,
que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge a la vez
salvaje, terrible e inofensivo. Sobre el coral hay una mujer joven,
delgada, morena, con el cabello suelto, un vestido de rayas que apenas le
cubre la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y
descubre la silueta de sus senos pequeños, puntiagudos, su abdomen plano
y la redondez de sus caderas. Su mirada se pierde en el
mar, deja que sus voces blancas la acaricien por completo.
Por eso su piel se eriza, su interior se contrae, sus grandes ojos
de niña capturan cada instante, como una fotografía, documentándolo todo, para
luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que está
escribiendo. Todo está tan lleno de poesía, de sensualidad, de exuberancia,
dice al verlo emerger del jardín.
Él
se acerca silencioso, se abrazan de manera que sus caderas quedan muy
cerca y se besan.
Los aviones
comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces sobre el asfalto se
hacen más grandes, preparan sus metralletas y disparan sus ráfagas
de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las
balas silban en el aire canciones nefastas.
Se
da el siguiente momento.
El
momento en que el hombre suda su vida, suda sangre, suda a quien ama,
suda a quienes lo aman, la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta
de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos,
sentimientos, suda rostros, se suda así mismo y cae.
Cuando el hombre
recobra el sentido, está tirado en el piso, escondido en una
esquina, junto a un ventilador que suena como un
avión, como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel
pequeño. Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera,
se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales
extraviadas de la vida de alguien más.
Fabio Esteban Víquez. Ha escrito dos libros, uno de
cuentos y relatos y una novela, ambos son mutantes e inéditos. Ha participado
en talleres literarios en Costa Rica y México, y tomado cursos de literatura
latinoamericana este último país. Su cuento “Las Postales Extraviadas de la
vida de alguien más”, fue publicado recientemente por la revista Postdata de
Monterrey, México. Es periodista e ingeniero de software, con deformación hacia
la comunicación. Ha trabajado para varios medios de comunicación en Costa Rica
y Centroamérica, como periodista y editor, actualmente se gana la vida como
consultor de comunicación para varias ong´s.
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