Diego Van Der Laat, comparte una muestra de su cuentario "Reparticiones" premio nacional Aquileo Echeverría en la rama de cuento 2015. El cual en palabras de Luis Chaves “Los textos de
Reparticiones se parecen mucho a lo que un lector quiere leer, pasan las
páginas, se va corriendo del eje y el lector se da cuenta de que la idea de van
der Laat era otra, y era mejor¨(….) Y por si fuera poco, amalgama la colección
con unos textos intermedios que, sin temor a exagerar, son los que le meten
radioactividad al libro. Lo que sería una muestra notable de relatos se
convierte, gracias a ese gesto original e irrepetible, en un libro para releer.”
Y complementa Carla Pravisani “Los cuentos de Diego van der Laat se respiran en
una atmósfera en la que escasea el oxígeno. Apelan al instinto de
supervivencia, a la maldad de la desidia, a las pesadillas de infancia. Difícil
no palpar estas historias conectadas por vestigios. Difícil no proyectarse como
un protagonista sofocado en el día más caluroso del año. Cada tanto las peores
angustias se disfrazan de rutina." Queda ahora en el lector asumir el desafío.
Domingo
11:15 p.m. Sobre la ceniza y escrito
con un dedo hay dos letras: una te de tumba y una ce de cobre, el resto no lo
supimos deletrear.
En la cubierta, vestido de blanco, el sargento de
la viga está sentado sobre los clavadores, tiene el cárcamo hundido y los
pómulos rotos, el pobre.
Pusimos rejas y púas, tendimos la trampa y la ropa.
Entre los calzoncillos y las medias estaba el anzuelo, la carnada. No seamos
idiotas, de qué servía tanto picaporte y tanta aldaba si al lobo ya lo teníamos
viviendo adentro.
Reparticiones
Se estacionan afuera del almacén, en uno de esos
parqueos descomunales, una gran extensión de asfalto que, a las once de la
mañana, vibra bajo el sol. Después, ya separados, escucharán la inútil
estadística de que ese ha sido el día más caliente de los últimos diez años.
Cuando se bajan del automóvil ella continúa
gritando. Él se aleja del carro rápidamente, como queriendo escapar de la
pelea; pero ella, decidida a decirle las cosas que piensa, lo sigue.
—¿Me va a
escuchar o ni siquiera, grandísimo aculón?
Esto se repite varias veces mientras atraviesan las
hileras de carros parqueados y las filas rotas de carritos del supermercado. Al
fondo, detrás de la malla del estacionamiento, los árboles sofocados y quietos,
inmóviles.
Pasan el umbral de la tienda y ella siente la
cortina de aire acondicionado golpearla suavemente de frente. Se deja envolver
por el frío y esto le calma un poco los ánimos. Se siente mejor.
—Aquí no, más tarde —le dice él y empuja el carrito
de las compras.
—Siempre más tarde —dice ella mientras mete de
golpe bolsas y paquetes.
—Yo no quiero que el niño crezca viéndonos pelear
todo el tiempo —dice él.
Ella va y viene tirando latas de sopa y de atún.
Cabizbajo él empuja hacia el frente, intenta no hacer una escena ahí, en
público.
—Sos un gallina —le dice ella—. No quiero que mi
hijo crezca viéndote y que termine pareciéndose a un gallina. Sos tan poco
hombre, tan poca cosa.
Él la toma del brazo y la aprieta con toda su
fuerza y, hablando entre dientes, se le acerca al oído.
—Esto se acabó, me oíste, hacé silencio.
Ella tira con todo su peso hacia atrás.
—Entonces, maricón… ¿me va a pegar? —grita y luego
se ríe—Sí, claro —termina diciendo—. Nos separamos y vos te largás, yo me quedo
con la casa, vos te largás, ¿oíste?
—Si me voy,
me llevo al niño —dice él.
—Solo vos sabés, pendejo, solo vos sabés. El niño
se queda conmigo, en la casa y vos te largás, ¿me oíste?
Ella mete más cosas en el carrito, lo hace
mecánicamente, de mala gana. Se miran con odio mientras atraviesan y se
devuelven por los pasillos en un zig-zag de insultos y malas caras. Al llegar a
la caja él coloca todo sobre la banda y paga la cuenta. Y como queriendo
demostrar que es más fuerte que ella, toma todas las bolsas y al hacerlo la
golpea con una.
—¡Tené cuidado, hijo de puta! —le grita ella.
El cajero los mira incómodo. Ambos salen al sol
aplastante del medio día.
—¿Y el niño? —pregunta ella.
Entonces se miran. Él suelta las bolsas y corre
hacia el automóvil. Ella lo sigue por la inmensa llanura del parqueo sintiendo
cómo se le derriten las suelas de los zapatos. Detrás de la malla del
estacionamiento permanecen los árboles sofocados y quietos, al fondo un cielo
azul cada vez más oscuro. Él ve el automóvil y el espejismo del vapor sobre las
latas, sobre el asfalto. Al abrir la puerta, un vaho hirviendo le golpea la
cara.
***
Domingo
11:33 p.m. Reciclamos en casa. Sí. Separamos las latas, el vidrio, los
plásticos. Las cosas orgánicas las enterramos al lado de varias generaciones de
perros muertos.
Lavamos todo y lo metemos en bolsas que tienen
distintos colores: blancas para esto, azules para lo otro, yo ni sé.
Luego lo transportamos kilómetros hasta un pueblo
más sofisticado, lugar en el que (supongo-espero) lo reciclan o lo mezclan de
nuevo en sus camiones, quién sabe.
Tengo que confesar, sin miedo pero con algo de
vergüenza, que a veces ciertas malas noches, me produce un extraño y oscuro
placer tirar una buena lata de leche condensada (ojalá bien untada) en el
basurero regular, sí, ese que huele a bolsa plástica verde-limón y escondo la
evidencia detrás de dos o tres cosas para que M. no la vea.
Luego en piyamas sonrío de lado. Malévolo y de
nuevo adolescente camino hacia el cuarto a dormir, tranquilo y en paz, porque
por un segundo me saco de encima esa inútil sensación de que podemos salvar a
un planeta que se jodió mucho antes de la invención del aluminio o el
tetrabrik.
Gingers
Diego Van Der Laat |
La luz del supermercado es alta y blanca, de los
parlantes sale la voz de Connie Francis, Linda
muchachita, tu estás pensando siempre en su cariño, y eso le gusta tanto como a
un niño, jugar en un jardín. La canción avanza por los pasillos, como si
saliera de un ascensor en 1968.
La niña le dice algo al oído a su mamá pero ella
responde que no, que en casa no se van a comer esas cochinadas. Y le deja claro
que ya hablamos de esto. La niña pelirroja mira a su madre. Caminan con una
canasta por los pasillos del supermercado. Al lado de la canasta avanza un
hombre que es su padre y que también es pelirrojo. No se sabe exactamente el
porcentaje de pelirrojos en el mundo, pero él una vez leyó que era sin duda
menor al 1% de la población. Él acaba de salir del trabajo, es analista de
riesgo. Lleva un pantalón caqui, una camisa blanca y de su cuello cuelga un
gafete y una llave maya. Se ve cansado, se le nota que arrastra el día encima.
La niña tiene nueve años y es pelirroja como él. Ese es el regalo de su padre.
Eso y la horrible estadística de tener diez veces más probabilidad de sufrir
cáncer de piel.
Van por la mitad del pasillo tres cuando, justo al
fondo, cerca de la pescadería, otra mujer cruza transversalmente las filas de
góndolas y detrás suyo le sigue un niño de unos cuatro años que estira su mano
y con el dedo señala al hombre, le sonríe.
—¡Papá! —le
dice ondeando al aire sus colochos anaranjados.
La frase cruza el silencio como la voz de Connie
Francis.
La madre que ya ha salido del encuadre que le hacen
los dos pasillos, se devuelve dos pasos, mira al hombre, la mira a ella, mira a
la niña y, tomando al pelirrojo pequeño de un brazo lo jala con fuerza,
sacándolo de escena.
Suena el ducto del aire acondicionado inflarse bajo
la cubierta del galerón. Ni la luz fluorescente parpadea. La música se escucha
un poco más lejos que antes. Linda
muchachita… pide la luna, pide las estrellas.
Las latas de atún a la derecha, a la izquierda los
productos plásticos, al fondo la pescadería.
La mujer mira a su marido. El hombre siente que le
falta el aire, tiene las manos dormidas y el corazón en la boca. Escucha desde
adentro de un vaso lleno de agua. Las rodillas podrían fallarle, empalidece. Le
gustaría devolver el tiempo, o adelantarlo, y que esa sensación pase. Piensa
que se ha multiplicado el impacto por la probabilidad, eso es todo, entonces
tendrá como resultado el valor del riesgo. Ha hecho esto en su trabajo tantas
veces, pero ahora no hay nada que hacer más que ser profesional y administrar
las consecuencias.
—¿Quién era esa mujer, Marcos? —pregunta ella—. Te
dije, Marcos, ¿quiénes eran ellos?
—¿Quiénes eran quiénes? —pregunta Marcos como si acabara de
despertarse.
—Ellos —señala el encuadre ahora vacío. ¿Quiénes
eran?
Marcos, inmutado por lo inevitable, por lo que ha
soñado tantas veces que podía pasar y pasó, no responde. Ella espera alguna
reacción que él no tiene, ni tendrá.
Entonces ella comienza a caminar a mayor velocidad
hacia la pescadería al final del pasillo, Linda
muchachita ve que te espera a la luz del día, para que hablen, juntos de tu
vida y tu luna de miel. Termina corriendo. Para él, la música se hace
grave, lenta. Lon do mo cho chotooo vo
quo to osporo.
Cuando da la vuelta por los productos plásticos
ella descubre que la otra mujer y el niño ya han atravesado la tienda hasta las
cajas y se acercan a la salida. El niño no logra mantener el ritmo que su madre
le obliga a llevar. Arrastra los pies de cuando en cuando, su pelo arremete
contra el aire, le hace daño. Cerca de las puertas la mujer mira hacia atrás y
abandona su canasta en el piso cuando ve que vienen tras ella.
—¡Espere! —le gritan desde el pasillo— Por favor,
espere…
Una señora
mayor, vestida de fieltro verde los mira pasar y le molesta la manera con la
que tiran del niño.
Madre e hijo huyen del supermercado. La mujer los
persigue.
Cuando logra alcanzarlos, la otra ya ha encendido
el motor y echa marcha atrás sobre el asfalto. A cierta distancia se miran a
los ojos, las dos los tienen rojos.
—¿Usted quién es?
—grita la mujer desde la acera. —¿Ustedes quiénes son? Ese niño… ¡Ese
niño!
El niño la mira desde la ventana, está rojo, parece
un monstruo. Hace calor, mucho calor. La mujer desde el carro, al salir a la
calle, saca la mano por la ventana y levanta hacia el cielo el dedo del medio,
con fuerza. El auto chilla al golpear la calle y está cerca de golpear otro
carro que se aproxima.
La mujer se hinca bruscamente, se lleva las manos a
la cara y comienza a llorar. ¿Quiénes son? —dice más bajito. ¿Quiénes son? Y
conforme más lo repite se pierde la pregunta y sobrevive un quiénes son,
quiénes son, plano y sin fuerza. Arquea el pecho sin poder controlarlo, su
espalda vibra y le brota sangre de las rodillas por el golpe contra la acera.
Una pareja que entra en el supermercado la mira por un momento y luego sigue
sin prestarle atención.
Cada vez que las puertas eléctricas se abren, de
tanto en tanto, dejan salir en espasmos el aire frío y se escucha la voz
radiante de Connie Francis, Linda
muchachita, tu estás pensando siempre en su cariño, y eso le gusta tanto como a
un niño, jugar en un jardín.
***
Lunes 3:53 a.m.
Un haz de luz ilumina los pliegues del piso de tierra y por las hendijas, entre
la madera, el viento deja entrar el olor de los caballos quemándose vivos. Los
animales relinchan detrás del humo de un establo que se enciende en mitad de la
noche. Al asomarme por la ventana de la casa veo grandes lenguas de fuego subir
por el techo y me maravillo viendo como estas se despuntan en chispas que
circulan el cielo en grandes espirales. Bajo varios niveles y al salir corro a
través de un pastizal que está cubierto de nieve. El blanco se extiende por el
valle en dirección al río que en esta época está congelado. Lleno mis pulmones
de aire frío. A esa hora (está por amanecer) el paisaje me parece muy bonito.
Avanzo hacia la nave en llamas y con mucho esfuerzo logro quitar la barra de
madera que entraba las puertas del galpón. Una a una abro las cuadras y veo la
multitud de caballos salir espantados prendidos en fuego, van quemándose vivos
y dejan a su paso una estela de luz que al alejarse se convierte en humo negro. Algunos animales, con su crines encendidas
logran subir la ladera y se pierden detrás del monte, otros caen al suelo ahí
mismo y tardan un rato encendidos, apagándose y retorciéndose, con la carne
viva y roja como una brasa. Humean
mientras manchan la nieve, derritiéndose. Más que el olor, lo que queda es el
siseo continuo e inarticulado de lo que se apaga de a poco y lentamente. Todo
vibra con la luz amarillenta de los caballos de fuego que salen de la inmensa
pira funeraria y se pierden en el blanco del paisaje.
Me despierta el himno, luego el fin de la
transmisión: las hormigas.
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