El camino de dolor. Daniel Hernández-Salazar. 1996. |
Desde Guatemala, la narradora de referencia
obligatoria, Vanessa Núñez Handal comparte dos textos de su producción, y nos
invita a confrontar, frente a frente, la invisible estela del desgarramiento.
Látex
Insertó el bisturí a la altura del ombligo. Con un
tajo limpio y firme cortó el abdomen. Aunque no hubo tiempo para anestesiarlo,
el muchacho no se movió. El cirujano hizo dos o tres cortes. Las vísceras
saltaron con un sonido viscoso que a ella le pareció repulsivo. Los órganos
vibraron unos instantes por el fluir de la sangre que, unos minutos después, se
detuvo.
El cirujano le indicó, al tiempo que se quitaba los
guantes pegajosos, que cerrara con una costura suelta. En medicina legal
volverán a abrirlo, dijo, y se marchó llevando tras de sí a las enfermeras y a
los dos agentes policiales que, desde la puerta, no habían perdido de vista
ningún movimiento y que, después de cruzar un par de palabras con el médico, se
retiraron intercambiando bromas.
Pronto los pasos dejaron de escucharse en el
pasillo. Entonces el silencio la inundó y el cuerpo desparramado sobre la mesa
le resultó grotesco. Su expresión era angustiante. Probó cerrar sus párpados,
pero fue inútil. Observó el reloj. Eran casi las tres de la madrugada. Intentó
pensar en nada y terminar lo antes posible. Tomó la aguja con el hilo
hilvanado. Presionó con fuerza las vísceras tibias, pero éstas se le deslizaron
bajo los guantes. Aquel sonido se produjo de nuevo. Un escalofrío recorrió su
espalda.
Empujó los órganos con una gasa. Ésta se empapó de
sangre al instante. Se inclinó sobre el cuerpo para ayudarse con su peso en la
tarea. Haló la piel con fuerza, al tiempo que presionaba los músculos que se
negaban a volver a su posición original. Y, cuando estaba a punto de introducir
la aguja en la piel tensada, el parpadeo de la lámpara la hizo reparar en los
ojos marchitos del cadáver que, por un momento le pareció que la observaban.
Luego de un retumbo sordo la luz se apagó por completo.
Sintió un frío intenso. Pensó en dirigirse a la
puerta, pero algo la contuvo. Hizo un nuevo intento, pero decidió quedarse
quieta, pues le pareció que había escuchado algo. Colocó como por instinto, sus
manos sobre el cuerpo abierto. Comprobó que la tibieza comenzaba a abandonarlo
y daba paso a una frialdad húmeda.
Minutos interminables transcurrieron y, como nadie
se acercara a la sala, a tientas se desplazó por la habitación. Su antebrazo
rozó el cabello húmedo y marchito del cadáver. Sus pies tropezaron con una de
las mesillas de rodos. El ruido la sobresaltó. Avanzó unos pasos hasta que su
mano sintió el frío del metal de la puerta voladiza. Buscó la ranura. La empujó
despacio. Y, cuando estaba a punto de salir, se detuvo. Giró la cabeza. Aguzó
el oído. Estaba segura. Había escuchado a sus espaldas, con claridad, el sonido
viscoso de guantes estrujándose.
Androide nacional
No podía dejar de sentir la vibración en el cuerpo.
No lo había tocado ni uno solo de los pedacitos de metal que habían cuarteado
matas de guineo y palos de tamarindo. Ni una herida, por pequeña que fuera, le
había sido causada. Entonces, ¿por qué no podía olvidar el zumbido que en
sueños la hacía llamarla? Y no la volvió a ver. Al menos no como él habría
querido recordarla: echando tortillas y regañándolo por perseguir a los pollos
para sacarles los ojos con un clavito oxidado.
La cámara lo filmaba de cerca. Lo que más resaltaba
era su rostro sudoroso con la mirada enrojecida y fija en algún punto en el
aire. El reportero, sin apartar el micrófono de su boca gruesa, hacía preguntas
que no llegaban a escucharse en la televisión. En diversas ocasiones le habían
preguntado lo mismo, al menos en sus pesadillas más vívidas y en sus
borracheras que luego no recordaba ni lamentaba. Comenzó a responder por
inercia. Fijo en un punto, hablaba como si se tratara de un discurso aprendido
y repetido cientos de veces: Soy un androide diplomático especializado en
técnicas de seguridad militar.
Desde niño fue así. Travieso y con unas grandes
ganas de hacer algo. Lo que fuera pero algo. No quedarse en el caserío que le
había servido de pueblo, de ciudad, de mundo, donde no pasaba nada, donde la
única evidencia del transcurrir del tiempo era las sombras de los mangos que
avanzaban sobre el piso de tierra del patio de la casa de varas. Ahí, donde una
vez el sol había dejado de calentar el aire o la brisa tardía había comenzado a
soplar, correteaba con sus hermanos. Desde entonces jugaban a las balaceras y a
las minas. No le gustaba ser el herido pero, por ser el menor, casi siempre le
tocaba quedarse en una silla con las piernas dobladas simulando un muñón o con
la mano vendada y teñida con el último culito de café que quedaba en la olla
antes de que la mamá la lavara. Fue por aburrimiento que se inventó amarrar el
hilo de nylon con que su papá hacía los corralitos para las gallinas. Amarraba
un extremo a una mata de guineo y el otro a un montón de huacales que apoyaba
en las ramas de un almendro. Cuando su mamá o sus hermanos pasaban llevando la
masa del molino, corriendo a hacer un mandado o con los cántaros del agua del
pozo que les vendía la niña Marta, los cumbos se les venían encima. Se ponían
furiosos. Lo llamaban a gritos. Lo puteaban. Y él se reía en silencio, detrás
del lavadero, doblado del gusto de sentirse más listo que los otros, a los que
les llevaba tiempo encontrar la manera de soltarse del nylon que los aprisionaba
junto a los huacales de plástico.
Soy un androide militar con una misión determinada
por un ente superior al que no es posible contrariar. Contrariarlo implicaría
mi destrucción automática. No, tampoco me es permitido revelar su identidad. El
camarógrafo aprovechaba para sacar mejores tomas. Nervioso, se movía a su
alrededor. Hacía acercamientos en un deseo por captar los gestos de aquel
hombre inexpresivo. De cuerpo entero, las piernas abiertas, los pantalones
flojos y sucios, un close up, los movimientos de los dedos, las manos esposadas
al frente, la camiseta rasgada por el forcejeo con los policías que los
capturaron. El reportero miraba hacia la cámara con el rostro divertido.
Intenté que fuera limpio. Pero no sabía que no se
podía por un huesito que hay ahí, dijo de pronto.
Fue su padre el que desapareció primero. Luego sus
dos hermanos, aunque no contaban con más de doce años. Decían que se los había llevado la guardia.
Hacía varias semanas que su papá no llegaba a por las noches a la casa. Dormía
en el monte, junto con otros a los que también los andaban siguiendo. Sólo
llegaba por las mañanas a la casa, para tomarse el café que su mamá le tenía
listo y las tortillas heladas que se pasaba con frijoles o con sal. Hacía
varias semanas había llegado la guardia preguntando por ellos. Por los tres. De
nada valió que su mamá les explicara que sus hijos eran menores y que no podían
tener culpa. Los siguieron buscando por las tardes. Siempre en la casa después
del jornal, nunca en las milpas ni en las fincas ni en los beneficios, para no
comprometer a los patronos. Se quedaban horas esperándolos, parados frente a la
casa, como de piedra. Él los veía detrás del cerco y ellos se hacían los que no
lo miraban. Cuando se cansaban del plantón, tiraban una puteada al aire y
amenazaban con volver. Fue por aquellos días en que su hermano más pequeño se
murió enlombrizado. La madre no tenía para comprarle papelitos de medicina,
mucho menos para pagar un médico. Y como su papá estaba ausente, lo dejó estar
desnudo y panzón, hasta que un día la fiebre se lo llevó, casi sin dolor, casi
sin que nadie lo sintiera.
Por el hueso que uno tiene aquí, dijo de nuevo,
intentando tocarse la nuca con el dorso de las manos gruesas. Por eso no pudo
ser limpio, pese a mi entrenamiento androide militar técnico, afirmó. Así que
quizá es por eso que hoy me tienen detenido. Porque no seguí el protocolo. Me
confundí. Y como ellos son bien estrictos, estas cosas no las perdonan, afirmó.
Soy un sistema que no es humano, pero quizá ocurrió un error en mi programación,
dijo sin expresión.
Después, cuando su papá y sus hermanos ya no
estaban, fue la guerrilla la que llegó a tocarles la puerta una madrugada. Los
reconocieron por la ropa sucia, las melenas largas, las barbas y las mujeres
uniformadas que los acompañaban, tras cuya ropa podían vislumbrarse sus pechos
sin sostenes. Tampoco llevaban botas militares. Llegaron pidiendo contribución.
Se llevaron las gallinas y el cuchito que su mamá engordaba para ayudarse el
fin de año. Sintió rabia. Y, como pasara el tiempo y ni su padre ni sus
hermanos volvieran, no quedó otra que aceptar que era verdad, que por fin la guardia los había capturado. Seguramente
los habrían torturado y aventado en alguna zanja donde, probablemente sirvieron
de alimento a los zopes y los chuchos raquíticos del lugar. Lo mejor era no
pensar en eso, oyó que decía su madre un día.
Lo habían capturado mientras caminaba sin rumbo.
Llevaba la mochila aún chorreando. Lo detuvo la autoridad. Altos y corpulentos,
los nuevos policías uniformados no tuvieron problemas en lucharse con él y
paralizarlo contra el piso de tierra y piedras. Para eso los habían entrenado
luego de los acuerdos de paz y la llegada de la democracia. Casi ni lo lastimaron y, pese a que era tan grande
como ellos, lograron esposarlo sin mayores esfuerzos. Él tampoco se resistió
gran cosa.
Meses más tarde llegó el ejército. Les quitó la
mitad del terreno que tenían. Les desarmó los gallineros y les mató al único
chucho que les quedaba, por ladrarles y tenerles miedo. Se instalaron sin
siquiera preguntar. Que utilizarían el espacio disque para tareas militares,
pero realmente sólo llegaban a cagar y a tirar la basura. Después llevaron
muertos. Los enterraban o los dejaban al aire. Había que tener cuidado de que
los pollos no los picaran. A los animales les gustaba comerles los ojos, porque
eran blandos. A veces se los ganaban las hormigas, pero su mamá lo mandaba a
espantarlos. No quería comer animales que se hubieran alimentado de gente,
decía, no tanto porque fuera sucio, sino porque era pecado. Después los
soldados sembraron milpa y cuando el maíz fue creciendo, a él le comenzó a dar
tristeza.
Con el tiempo les prohibieron cruzar la alambrada.
Iban a construir un galerón, dijeron, sobre el pedazo que les habían quitado a
ellos y a otros vecinos. El cerco se allegaba cada vez más a las casas. En el
galerón decían que guardaban suministros, pero eso a él nunca le constó, porque
nunca pudo ver ni la entrada. La única vez que intentó cruzarse para perseguir
un pollo que se había escapado de que le doblaran el buche, los soldados lo
amenazaron con dispararle si no se salía para ayer del terreno. El pollo se
perdió y su mamá lo regañó por haber dado alimento al enemigo. Así los llamó y
a él se le quedó en la cabeza.
Yo, no soy un humano, dijo al tiempo que se rascaba
los genitales que le picaban por el calor que hacía y porque llevaba el cuerpo
pegajoso. Soy un sistema que no envejece, ni se enferma, ni muere. Me creó una
entidad invisible e individual. He sido clasificado como un sistema androide
anónimo. Yo soy un androide especializado y programado para la vigilancia
militar.
Un día también llegaron por él. Y como ya su mamá
no los podía mantener a todos, ni tampoco se iba a poner a alegar con los
guardias, no dijo nada cuando se lo llevaron en el camión militar junto a otro
montón de cipotes de por ahí cerca. Era una boca menos que alimentar y, al
menos así, le dijo antes de darle el atado de sus pocas pertenencias, iba a
aprender oficio y le iba a poder enviar unos cuantos centavos a fin de mes.
Al principio, y porque estaba muy cipote, le tocó
andar llevando recados y papeles. Otras veces, tirar los orines de la tropa.
Cuando comenzó el entrenamiento, pese a que le sangraban los pies, pues no
estaba acostumbrado a calzar zapatos y mucho menos a subir con las botas de
punta de acero los cerros que les hacían trepar a diario, él era el único que
aguantaba sin rezongar. Fue así como le fueron ganando confianza. Pronto le
fueron encargando ir a comprar víveres a la tienda cercana o al pueblo. Y un
día, porque había sido el único que había aguantado los entrenamientos sin
vomitar, hasta le habían dejado presenciar “los procedimientos”. No le dieron
lástima los desnutridos que llevaban de los caseríos y cantones cercanos y que,
casi siempre, se les morían temprano por la mañana, a consecuencia de los
interrogatorios que a veces les dejaban un ojo colgando sobre la nariz.
Fui diseñado para vigilar la pureza de la
inteligencia militar superior. En el mundo al que aspiramos no existen los
torpes ni los idiotas. Un tonto no puede existir en un mundo inteligente, así
como un indisciplinado no existe en un mundo disciplinado y militarizado. Mi
deber es velar por la civilización avanzada y eliminar a todo aquel que no
tenga la inteligencia suficiente para pertenecer a ella. O sea, yo elimino
inteligencias inferiores. Ese es mi deber.
Pronto fue ascendido. Entonces pudo participar en
los combates. Por su arrojo y valentía, porque no le temblaba nada a la hora de
combatir con el enemigo, los instructores gringos le tomaron aprecio. No le
llevó mucho tiempo antes de que lo transfirieran a uno de los batallones de
reacción inmediata, que habían sido formados debido al recrudecimiento de la
guerra en los últimos años. El gobierno estaba decidido a evitar que los
comunistas tomaran el país, les decía el instructor, y para ello contaban con
el apoyo de su gobierno, el de los Estados Unidos. La guerra emprendida por los
que adoraban al diablo y se alejaban de la luz, no tenía posibilidades. Pero a
él lo que más le gustaba era la comida. Ya no se veía obligado a comer las
tortillas con arroz y frijoles que les daban a diario en el cuartel, donde sólo
comían carne la noche antes de que los mandaran a combate para que agarraran
energías. Pero la energía, él bien sabía, venía de otro lado. Igual pasaba
aquí. Les echaban algo en la sopa o en el arroz, que luego los hacía tener
visiones y sentirse indestructibles. También les pasaban películas de acción y
de guerra. Así fue como participó en varios operativos que luego le quitarían
el sueño. Aunque jamás le contó a nadie, porque les habían dicho que el miedo
era debilidad.
Mi educación y preparación ha sido proporcionada
por instancias superiores a la inteligencia convencional, cuyo nombre no puedo
mencionar porque lo desconozco. Por eso es militar y por eso es secreta,
afirmó, al tiempo que el reportero lo estimulaba a seguir hablando. O sea que
yo no puedo revelar ninguno de los contenidos con que fui programado, afirmó.
Pronto comenzó a despertarse todas las noches,
empapado en sudor y llamando a su madre, a la que veía echando tortillas en la
casa. Quizá, pensó él, todo aquello le comenzó al enterarse de que el caserío
donde había crecido había sido asolado. Le habían quitado el agua al pez,
decían los tenientes. Y él no quiso preguntar por su familia, porque le habían
dicho que ahora pertenecía al glorioso ejército nacional, que viviría mientras
viviera la República y esto era todo lo que él debía tener por familia y hogar.
Que si había que renegar hasta de la nana, porque ésta estaba a favor de las
ideas enemigas, pues así sería. Luego se enteró de que su mamá y su hermana
menor se habían salvado de milagro. Habían sido evacuadas por un comité de
solidaridad que de casualidad se encontraba por aquellos días en la zona. Se
fueron para otro pueblo, donde no tenía cómo contactarlas, pero ellas tampoco quisieron
volver a saber de él.
La televisión comenzó a sonar con estridencia.
Luego, tras los chiflidos de varios internos, el volumen fue regulado. Era las
doce del mediodía. El sol golpeaba las cabezas de los que, sudorosos y sin
camisa, jugaban fútbol en el patio de cemento. La mayoría, sin embargo,
prefería quedarse resguardada en la sombra del salón que servía de comedor. Él,
sin embargo, miraba fijamente por la ventana.
Pronto las pesadillas se extendieron de las
madrugadas a las horas diurnas y una vez, en pleno combate, estuvo a punto de
volarle la cabeza a un capitán porque creyó ver que, bajo el uniforme
camuflado, se ocultaba un extraterrestre guerrillero. Estuvieron a punto de
darle de baja, pero se salvó porque en eso vino el cese de fuego. Lo que tanto
habían oído, pero había pensado era una estrategia de guerra más, “las
negociaciones”, como les llamaban, resultó que siempre sí eran ciertas. El alto
mando militar se puso de acuerdo con el enemigo y se acabó la guerra. Les
dieron las gracias a todos en una ceremonia a la que llegó hasta el Jefe del
Estado Mayor, en representación del Ministro de la Defensa que no pudo asistir
por encontrarse ocupado. Los hicieron desfilar por última vez, pronunciaron
discursos en los que les reconocieron su valentía y los altos servicios
prestados para defender la patria en uno de los momentos más críticos de su
historia. El pueblo les habría de estar eternamente agradecido, dijeron. Les
entregaron sus medallas y un cheque en concepto de indemnización, que equivalía
a tres meses de sueldo y los dejaron parados en la puerta del cuartel con la
incertidumbre de no saber qué hacer con el resto que les quedaba de vida.
Usted ha visto los androides en el cine, oyó que
decía la televisión. En este reportaje le presentaremos a un androide real.
Acusado de rebanarle el cuello a un hombre, fue detenido mientras llevaba al
hombro una mochila dentro de la cual portaba la cabeza de su víctima. En
declaraciones hechas a este medio, el imputado dijo ser un androide diplomático
especializado en técnicas de seguridad militar, afirmó el presentador con la
voz impostada, al tiempo que todos en el cuarto se echaron a reír. Él, sin
embargo, no pudo escucharlos. Con la mirada perdida, oía cómo su madre lo
llamaba a gritos y sonrió. A sus espaldas mil huacales hacían ruido al caer.
Vanessa Núñez Hándal |
Vanessa Núñez Handal. Abogada, escritora, docente y
editora salvadoreña, con estudios de maestría en ciencias políticas y
literatura iberoamericana. Nacida en 1973 en El Salvador, reside actualmente en
Guatemala. Ha publicado Los locos mueren de viejos (FyG Editores, 2008 y La
Pereza, 2015), Dios tenía miedo (FyG Editores, 2011 y Editorial Piedrasanta, 2016),
La caja de cuentos (libro objeto) (Alas de Barrilete, 2015), Espejos (Uruk
Editores, 2015), Animales Interiores (en coautoría con Frida Larios, 2015), así
como varios cuentos en diversas antologías y revistas de países tales como
España, Francia, Alemania, Suiza, Estados Unidos, Colombia, Nicaragua, Costa
Rica, El Salvador, Guatemala y México. Su obra ha sido traducida al francés,
alemán e inglés.
Es columnista de la revista de análisis político
Contrapoder (Guatemala).
Ha sido ponente invitada en la Universidad de
Guadalajara, Universidad de Liverpool, Universidad del Valle de Managua,
Universidad Rafael Landívar, Universidad de Tulane, Universidad de Loyola,
Instituto Iberoamericano de Frankfurt, Instituto Cervantes de Berlín e
Instituto Latinoamericano de Viena.
Actualmente coordina la iniciativa de Arte y
Cultura para la Paz, tendiente a impulsar proyectos de prevención de violencia.
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