Gustavo Arroyo
otra vez en el Signo Roto, nos comparte una breve muestra de su delicado
trabajo poético, ahora con esta pequeña muestra de su último poemario “Los
amores imaginarios”, esperamos que este pequeño bocado lo tiente a hacerlos
realidad.
Resistencia del
instinto
Mi perra gime
desde sus vértebras.
Es sabido que no
se trata
de una perra de
Alejandría,
y sin embargo,
también camina
bajo el sol,
sobre una arena
verdosa, de distinta textura;
arena, a fin de
cuentas,
si se defiende
como tal.
El verdadero
llanto
no es exclusivo
de especie alguna:
consiste en la
negación primera.
Todas las
especies son proclives a negar,
lo cual les viene
–cómo no–
del principio
universal de conservación.
Así,
llorar es la
forma más rudimentaria
de decir que no.
Inaugurada por el
Adán que nunca existió
cuando el Caín
que nunca existió
le partió la
cabeza al Abel
cuya existencia
ni siquiera importa.
Mi perra se
resiste a llorar.
Gime bajo el sol,
como una iguana
de la planicie,
pero no llora.
Mediante esa
resistencia
niega la
negación:
afirma un dolor
sin comprenderlo.
Su existencia sí
que me importa.
Más allá del caso
puntual,
la pregunta en el
aire:
de qué sirve
comprender un dolor
aquí o en
Alejandría.
De qué sirve,
si todo acaba un
segundo antes
de que empiece el
olvido.
Expansión
conceptual
Es muy probable
que de todas las inmigraciones, la más triste sea la que sucede con éxito.
Hasta ahora nos hemos dedicado, con la ruin expectativa de los topos, a las
inmigraciones entre países. Ignoramos, bajo la odiosa lupa, el desplazamiento
definitivo que realizan ciertos hombres y mujeres, de una ciudad a otra. Se
subraya la referencia a contingentes humanos, pues aunque somos proclives al
amor para con las aves migratorias –que nos parecen más decentes e incluso más
universales que la representación de propia especie–, en este caso el referente
es preciso: una gota en el embudo. La inmigración que se enmarca entre
fronteras regionales, trae también consigo su cuota necesaria de tristeza, su
dolor en las rodillas, la ruptura inesperada de una extremidad que nunca nos
sirvió para volar. ¿Quién estableció que no se puede ser inmigrante en el país
de origen? Pienso en esto, mientras viajamos en vagones distintos del mismo transporte
y ojeo aquel libro de Ayn Rand, con decepción reiterada. Sé que salimos de
Kazán a las nueve de la noche, con destino a Rostov: yo, por orden judicial, y
vos, para instalarte en una ciudad donde podás visitarme cada diez días. De
nuestros hijos, nada sé.
Carrusel
No podría ser del
todo malo
un instante de
oscuridad
bajo la luz
invasiva.
La invasión así
se quiso,
así se permitió
entre sugerencias
y elecciones.
Elijo con
frecuencia
mis posturas,
mis ropas,
las necedades que
a diario me abordan.
El abordaje no
tiene un arte definido,
como el que
define a la guerra
y del que ahora
dudo,
entre lo
terrestre y lo aéreo.
El aire, aunque
pervierte la quietud,
se acelera con
rencor
al amparo de los
giros.
Gira la vida,
giran los ojos,
giran los
malditos ventiladores.
Ventilo
pensamientos.
Pienso en Simone
de Beauvoir,
en su nombre
musical,
en el círculo
pequeño
que hay que
formar con los labios
para la
pronunciación afrancesada.
Francia y
Napoleón,
clítoris y angustia,
Grecia y
Heráclito, tal vez.
Qué función más
extraña
la de un teatro
del absurdo.
Qué ironía, qué
bajeza,
qué moral más
conveniente.
Es ineludible
entender
que los virus que
lleva el aire
también pueden
verse acelerados.
Vida,
ojos,
ventiladores.
Qué función más
extraña,
qué rotundo
fracaso.
Justo cuando se
intuía
un mínimo jaspe
de oscuridad
reina la luz,
y la sentencia de
mi abuela
se ve confirmada
por un examen de
laboratorio.
Todo está dicho.
Adiós, Simone.
¡Hasta siempre!
Gustavo Arroyo |
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