30/8/11

El inmigrante - Verny Campos


       
        Recientemente estaba pensando en cambiar su nombre. No era adecuado llamarse Santos en una ciudad tan llena de pecados. El nombre que se escogía – aunque no fuese un acto lícito el cambiarlo – debía escucharse lo menos foráneo posible. El nombre completo, es decir,  con todo y apellido, no podía mostrar raíces que no fuesen amistosas para el juicio de los escuchas. Llamarse Santos era de suyo un error, contradecía la hermosa-y-delicada-fonética propia de la región en la que, por supuesto, era chocante el sonido de una denominación extranjera, o bien externa con respecto de la previamente aprobada por los códigos del uso popular.


Es imprescindible decir aquí que en la ciudad adonde había inmigrado Santos, se hablaba inglés; aunque no sea importante ni el nombre de la ciudad, ni mucho menos el país. El hecho de que se hablara inglés y que el nombre de Santos fuera en español ya representaba la primera dificultad. El uso de los nombres en español pronunciados en inglés era, visto desde lejos, raro e hilarante, pero visto desde dentro, cuando era vivido en la propia carne, podía llegar a ser molesto e incluso denigrante.

En una de las ocasiones cuando Santos dejaba a uno de sus niños en la escuela, escuchaba a una de las maestras alterada gritando “¡Lora, Lora!”, mientras se dirigía a una de las niñas. La niña no atendía y el niño acercándose al oído de su padre le decía: “Papá, otra vez están llamando a Laura, pero ella no entiende cuando le dicen Lora”. Cuestiones como ésta sucedían a diario en la escuela en la que la mayoría de los inmigrantes inscribían a sus hijos.

Según pensaban, lo más apropiado para no crear un trauma en los pequeños, era ubicarlos junto a otros que también enfrentaran los mismos conflictos, de manera que, podía decirse, ellos mismos contribuían a crear este tipo de ambiente aislante de escuelas para inmigrantes (entiéndase indocumentados), escuelas para ciudadanos, o escuelas para residentes legales. Ni qué decir siquiera cuando los maestros acudían a la odiosa artimaña de referirse, sobre todo a los apellidos, por sus correspondientes traducciones, de modo que a la hora de presentar a los niños ante la clase, para decir: Laura Mata, decían algo tan absurdo como: Lora Kills, cargando así la imagen de la pobre niña de un misterio casi metafísico,  como de un espécimen mágico y exótico propio de algún lugar inhóspito.

            Cambiar de nombre era algo normal. Sus amigos lo habían hecho en su momento cuando llegaron clandestinamente a la ciudad. El más importante principio que parecían respetar era el de mantener, en de la medida de lo posible, su nombre natal. Hacer lo contrario sería una suerte de afrenta para con sus antecesores, quienes probablemente se habrían partido la cabeza pensando en los nombres.

Su primo Juan Diego, por ejemplo, había decidido darse conocer bajo las siglas J.D. pues su pronunciación en inglés resultaría en algo como YeiDí que sin duda nadie se atrevería  a poner en tela de duda; su hermano Juan José se autodenominaba J.J. (YeiYei) así sin más, gracias a lo que llamaríamos un índice ridículo de creatividad. Pero era lícito (sobre todo si la pronunciación se interpretaba con estilo y cierto modismo gestual). De está manera manipulaban fácilmente el acto éticamente-correcto de no rechazar de golpe las voluntades de los padres al llamarles; primero casi a todos Juan o José, y segundo algún otro nombre con referencias bíblicas. Como si la suma de resonancias bíblicas en un nombre fungiera el papel de un rezo eterno, como una constante apelación a lo divino.

            Desde donde venían era lo más común que casi a todos los hombres se les llamara Juan Algo, o José Algo y a las mujeres María Algo, o Ana Algo (sin obviar, por supuesto, todas las combinaciones posibles de estos elementos) Por ejemplo era correcto, moralmente hablando, que al primer hombre se le llamara José María y a la primera mujer María José. No era tan importante la referencia sexual del nombre como su referencia bíblica. Santos, por su parte, había llamado a su primera hija Eva porque no le parecía apropiado ningún otro nombre para una primera mujer. Así lo había aprendido en el catecismo. No le importaba tener la certeza de que, al igual que él, la niña probablemente se vería en la necesidad de cambiar su nombre en determinado momento.

Así  eran las cosas. Evidentemente para estos inmigrantes, de todos sus problemas, el principal era el nombre, era casi como un defecto de fábrica. Fue por eso que Santos se decidió cambiar su nombre hoy, finalmente, en su aplicación de trabajo.

¿Santos? ¿Se llama Santos? le preguntó el gerente de la transnacional donde había solicitado empleo la semana anterior, con una cara como de que estuviese presenciando un evento atroz.
Sí señor contestó erguido e ilusionado con una sonrisa más bien torpe   Santos de Jesús Domínguez Rodríguez.

Con ese nombre debería buscar trabajo en una construcción o, no sé, en una maquiladora.

Pero soy licenciado en economía y habló inglés, francés, español y además leo y escribo perfectamente el alemán.

Sí, supongo que sí dijo el gerente lo vamos a colocar en la lista de candidatos y en cuanto aparezca una vacante, lo llamamos.

Era la millonésima vez que escuchaba el mismo cuento. Al menos ésta vez podía comprender que la mayor objeción había sido su nombre. Ni siquiera el acento, pues estaba seguro que después de viajar tanto, el suyo ya era como de ninguna parte.

  Una vez resuelta la cuestión, lo único sería pensar en su nuevo nombre. ¿Cómo se llamaría? “Llamarme S.J. sería la cosa más ridícula” –pensó. En inglés sonaría como EsYei que ya era bastante disonante, y en español era “esejota”, casi como decir “cejota” y sin duda era mucho más pusilánime que Santos. “Me llamaré John” – dijo en voz alta mientras se montaba en su automóvil, que por cierto no era menos abyecto que su nombre.  Santos lucía una tez morena, pómulos levantados, unos grandes y redondos ojos negros ornamentados por unas cejas no menos negras que sus pupilas, lo que daba una sensación como de abultamiento; medía escasamente un metro con sesenta centímetros y era más bien feo (cualquier cosa que eso signifique). Mirarse así, manejar un automóvil apenas digno de denominarse así, vivir donde vivía y llamarse Santos, era prácticamente como cargar sobre la espalda un rótulo que dijera “¡Soy un inmigrante indocumentado, por favor depórtenme!”

“John Jameson para poder decir J.J., como mi hermano” – se decía Santos aunándose a la falta de creatividad mientras se dirigía a su próxima entrevista. No sería necesario siquiera mostrar sus credenciales de licenciado, ni sus títulos. Con semejante nombre definitivamente tendría garantizado el trabajo. No sería tampoco importante su piel oscurecida por el sol, ni sus grandes ojos negros.

Con todas esas esperanzas fue que llegó a su siguiente reunión, que vale decir, realizó en un inglés casi shakesperiano. El gerente lo miró de arriba abajo: la tez morena, los pómulos levantados, los grandes y redondos ojos negros hechos un solo bulto con las cejas. Mirándolo desde los pies a la cabeza, el gerente con seguridad se preguntaría en sus adentros dónde estaría el resto de aquél hombre, los otros veinte centímetros que parecían faltarle. Porque claro, con esa estatura seguramente sería tan sólo media persona.

¿John Jameson? ¿Está seguro que se llama así? le dijo el gerente como si fuese posible que alguien no estuviese seguro de su nombre, o quizás sugiriéndole a Santos que había escogido un pésimo nombre.

¡Sí señor! contestó   pero si gusta mejor luego llamo para hacer otra cita porque hoy no traigo conmigo mis credenciales.

Las credenciales que no existían, por supuesto, no con ese nombre. Lo único bueno fue que ahora parecía haber descubierto como encontrar trabajo. Santos caminó cinco cuadras, hasta donde había dejado aparcado su abyecto vehículo para evitar ambigüedades, y con otra sonrisa tonta en el rostro, se dispuso regresar a su casa. Su esposa sin duda lo estaría esperando con la comida servida.

En el camino a casa vio a través del retrovisor las letras invertidas del carro que lo seguía. Era una patrulla. El policía permanecía mirándolo sin gesto notable alguno, con sus lentes oscuros ocultando la mirada en la que Santos había aprendido que se podían descifrar las intenciones de la gente.

No había cometido ninguna imprudencia, ninguna infracción que pudiese causar persecución alguna. Santos se detuvo en la siguiente luz roja y la patrulla detrás de él. El rostro maniqueo del policía permanecía inmóvil, sin expresión, como si fuera un muñeco. Santos pensó que lo iban a deportar y luego imaginó la congoja de su mujer al ver que no llegaba y los rostros hambrientos de sus seis hijos esperando una explicación. “¡Seguramente es un delito cambiarse el nombre!” – se lamentaba.

Sus manos transpiraban a cántaros y el nerviosismo hacía que le temblaran descontroladamente. En cuestión de segundos ya se había puesto a fantasear con su vida de regreso a la tierra natal. “¿Dónde viviré? ¿Quién me esperará? ¿El abuelo tendrá todavía aquel catre lleno de pulgas? ¿Me permitirá usarlo? ¿En qué voy a trabajar? ¿Y mis hijos?” los pensamientos eran como una avalancha uno encima de otro sin ningún orden y cada vez estaba más agitado.

La luz cambió a verde y Santos viró hacia la izquierda. La patrulla también. No había escuchado ninguna sirena, así que prefirió abrir la ventanilla para asegurarse de que los sonidos ingresaran claramente. Miró de nuevo en el retrovisor para asegurarse de que las luces de la patrulla no estaban encendidas. El policía seguía inmóvil.

En la siguiente luz, la patrulla lo rebasó por el carril de su derecha y se colocó a su lado. Santos tenía el pánico en la mirada y jamás usaba lentes oscuros. El policía volteó, lo miró y al colocarse en verde la luz, le sonrió cortésmente y avanzó.

Santos condujo lentamente las siguientes cuatro cuadras hasta llegar a su casa.

¿Por qué estás tan pálido inquirió la esposa.

Santos balbuceó algo incomprensible,  pero no respondió. Saludó a sus seis hijos con una sonrisa y un beso en la frente. Los miró a todos, y se miró él mismo en todos. Mientras los miraba pensaba en sus nombres, pensaba en sus caras, pensaba en sus pieles y en aquellas sonrisas honestas que le devolvían, pero que aun no caían en cuenta de que, como la suya, no eran más que unas sonrisas inmigrantes. 

 



Verny E. Campos Cabezas. Nació en Costa Rica en el año de 1982. Luego de graduarse de Bachillerato del Liceo de Costa Rica en el año de 1999, ingresó a la  Universidad de Costa Rica, donde cursó hasta el cuarto año de Filosofía en la Escuela de Filosofía y Letras de dicha institución.

Posteriormente tuvo que suspender sus estudios universitarios para emigrar temporalmente a los Estados Unidos, donde ha desarrollado la mayor parte de sus trabajos literarios: 2 novelas y un poemario ya terminados y un ensayo sobre estética y dos novelas más aun en proceso. Todos los trabajos inéditos. Cuenta además con una colección de relatos breves y de poemas aun no compendiados. 



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