Ilustración de Carter McFall |
La Diferencia
Cuando
Pilar cerró la puerta y vio las llaves en sus manos, sacudió la cabeza y
resopló temiendo que Ramón, el dueño del 3C, tuviera otras intenciones. Cruzó
el salón, fue a su cuarto, sacó su diario, tomó su pluma estilográfica y se
sentó en la cama.
13
de junio, 9:48 horas. Visitas inesperadas.
Me
ha visitado un septuagenario, vecino de esta finca, a quien sólo he saludado
tres o cuatro veces este año. Este primate sabe que soy una hembra sola, que el
dueño de mi vida ha muerto y que mi retoño padece un mal terrible. Su repentina
visita a mi hogar me desconcierta. ¿Qué pretende al confiarme a mí las llaves
de su piso? ¿Querrá algo más? Bien, intentaré dejar que mi mente se relaje hasta
nuevo aviso para evitar así caer en suposiciones poco o nada agradables.
El
3C llevaba más de cinco años desocupado. Ramón, que lo había heredado de sus
padres, no había podido reformarlo nunca. Arruinado y endeudado, sólo pudo
hacer lo mínimo para que se conservara decentemente, pero no para habitarlo. Una
vez al mes venía y le echaba un vistazo, pero últimamente, aquejado por una
serie de enfermedades propias de la edad, a duras penas se le veía. Aquel día
había llegado para hablar con el presidente de la comunidad —un tipo ramplón, apático
y solitario que parecía invernar durante semanas y no atender a nadie,
independientemente del día y la hora—, pero no lo había encontrado. Su
intención era dejarle unas llaves a él, puesto que cada vez se le dificultaba
más venir y estar al tanto de cualquier imprevisto, el mal funcionamiento de
las tuberías o de la corriente eléctrica, por ejemplo.
Ramón,
que conocía a Pilar de vista y que intuía que una persona fiable, quizás por su
timidez o porque la veía como a una mujer cándida y amable, había decido pedirle
el favor a ella. Con esa imagen de ojos vidriosos, labios resecos y rostro
pálido y delgado, que pocas veces había visto tan de cerca, Pilar escribió una
última frase en su diario, lo cerró y lo guardó debajo de su almohada. Vio la
hora. Las diez y cuarto de la mañana. El momento idóneo para sentirse creativa
y productiva. Volvió al salón, a su máquina de coser, quitó algunos pliegos de
tela de encima, se sentó y trabajó en algunos encargos pendientes. A través de
una ventana que daba a un patio interno, se filtraban melodías y ritmos
latinos, acompañadas de gritos, voces y algún ladrido. Lo que a cualquiera le
habría molestado, a ella le parecía una muestra de que, a pesar de los baches
de la vida, siempre había gente que se tomaba todo con alegría.
Modista
empírica, Pilar vestía a muchas de las señoras y abuelas de la finca. Sus
diseños, sobrios y muy básicos, también eran comprados por otras conocidas del
barrio. Para Pilar no sólo era una forma de ganarse la vida, si no una manera
de hacer arte. De cualquier forma, los vestidos y la pensión de viudedad le
servían para ir tirando. Se había convertido en una mujer austera, de su casa,
ajena a gastos innecesarios. Con una sonrisa casi perpetua, se entretenía y se
esmeraba cosiendo y confeccionando. Sin embargo, no era esta tarea la que satisfacía
del todo su espíritu. Pilar también escribía.
Después
de la muerte de su marido, le habían recomendado que buscara formas de drenar
su pesar, de desahogarse. Se apuntó a un taller de escritura creativa que,
debido a la poca profesionalidad de su profesor, decidió abandonar después del
primer mes. Algo aprendió, sin embargo. Se sintió identificada y muy a gusto
con la idea de la literatura epistolar, que luego descartó por no tener con
quién cartearse, pero conservó la de los diarios, como el de Ana Frank, por quien
llegó sentir tanto aprecio que alguna mañana despertó creyendo que se trataba
de una hermana lejana, de una hija desaparecida, de una madre olvidada, de
alguien tan íntimamente ligado a ella.
De
ahí que su diario fuera algo fundamental para colmar de paz su espíritu. La
mayoría de veces escribía lo poco que le ocurría, aunque también es verdad que
alguna vez cayó en el juego de la ficción, sin darse cuenta, sobre todo los
lunes, que solía despertar de largos sueños y era capaz de acordarse a
cabalidad lo que había soñado. Empleaba palabras rebuscadas porque entendía que
así era como se escribían los libros. No decía manos, decía extremidades. No
decía espalda, sino costado. Su idea era simple. Lo tenía claro: escribir un
diario, lo más voluminoso y detallado posible, y vendérselo a una editorial por
una cantidad decente que les permitiera a ella y a su hijo afrontar de una
mejor manera las vicisitudes.
Y
la mayor de ellas era precisamente Manuel, su hijo, un chaval de veintidós años
afectado por una retinopatía diabética que lo estaba dejando prácticamente
ciego.
22
de Mayo, 9:20 horas. Triste onomástico.
Manu,
retoño de mi corazón, acaba de cumplir 19 y, según los diagnósticos médicos,
sufre Diabetes Mellitus Tipo 1. El solo nombre me produce arcadas. Su madre,
todavía en pañales, metafóricamente hablando, sigue sin entender nada de esta
vida. ¿Por qué? ¿Lo sabes tú, lector?
Las
largas esperas en la lista de la Seguridad Social y los altos costes de las
clínicas privadas empeoraban el panorama. Con los días, el deterioro en sus
retinas era cada vez más evidente. Manchas negras y espesas plagaban su visión
y lo obligaban a evitar el trabajo, los amigos, la calle. Manuel odiaba a su
madre. No podía con su pasividad ni con su optimismo. Siempre la había tomado
por una mujer mediocre e ilusa. Malogrado, deprimido y carente de ánimos para
esperar alguna mejoría, había elegido la reclusión, el auto-desahucio, la
muerte.
Antes
de las doce del mediodía, Pilar entró en la habitación de su hijo con la
bandeja de la merienda. El chaval estaba hundido entre una montaña de
almohadas, con un mp3 enchufado a los oídos. La mayor parte del tiempo dormía o
se sentaba frente a la ventana. La misma ventana por donde había lanzado a su
caniche por sentirse tan inútil e incapaz para sacarlo a pasear y no poder
evitar tropezar con la gente, las señalizaciones, las aceras, los coches
aparcados y los escalones. Ungido por el desdén y el odio, Manuel se conformaba
con esperar y echaba mano de Def Con Dos, King Crimson, Dream Theater, Mr.
Bungle, Faith No More, Fantomas, Primus para hacer más fácil la espera, más llevable.
Su
madre dejó la bandeja en la mesita de noche y fue hacia la ventana. Corrió las
cortinas. Por el cristal se veía una pared gris de hormigón y trozos de madera
podrida. Manuel sólo veía una especie de gran tachón, un ectoplasma. Cuando se
disponía a volver a la bandeja, vio cómo su hijo alzaba su bastón y lo
estrellaba contra la mesita de noche, esparciendo con violencia el tazón de té
y mandando al suelo los bollos, la cazuelita con fruta y las pastillas. Pilar
intentó decir algo, pero él no quiso escucharla. La amenazó. Le dijo que si se
acercaba la atizaba, que lo dejara en paz, que se largara. Aquel cuerpo casi
inerte. Aquella masa blanda y dilatada hablaba. Hablaba e imponía. La luz que
entraba por la ventaba se posaba en su rostro sudoroso y descompuesto.
Salió
de allí sintiéndose inútil y disminuida. Se dejó caer de bruces en el sofá y no
pudo evitar el llanto. Desde la habitación, su hijo le chillaba:
—¡Baaah!
¡Coño con la Magdalena! ¡Pareces una puta cría!
Cosas
así. O peores. Luego de desahogarse, se sentó, se limpió la cara con las mangas
de su bata y se quedó ahí, sin moverse, concentrándose en una de las figuritas
del papel pintado del salón: un unicornio pastando a la orilla de un arroyo.
Entonces tuvo una especie de revelación. Fue un minuto, o un par de minutos en
los que sopesó todas las desgracias por las que había pasado y sintió coger
fuerzas y determinación para encontrar, finalmente, una salida. Los dos días
siguientes le sirvieron para convencerse de que tenía que intentarlo, de que
tenía que hacer algo. Ya no importaba tanto el hecho de fracasar, sino el de
intentarlo. Una vez más, las veces que hiciera falta. Tenía 58 años. Estaba
saludable. Podía y debía sacrificarse. Intentó darle la buena nueva a su hijo,
pero éste, como las veces anteriores, no quiso saber nada. Esta vez Pilar no
lloró ni se sintió mal, sino todo lo contrario. Se sintió fortalecida.
El
sábado de esa semana salió de la ducha sintiéndose otra, se puso un poco de
perfume, se vistió como cuando iba al teatro con su marido, bajó dos plantas y
llamó al 1D. Insistió. El ojo que se pegó a la mirilla no podía salir de su
asombro. Apurándose a cerrar la puerta de su habitación y del estudio, de
ponerse unos pantalones, de apagar el portátil y de rociar un poco de ambientador
en el salón, corrió y abrió la puerta.
—Buenas,
Pilar, qué sorpresa, eh… eh…, pasa, pasa —le dijo, haciéndole una seña con una
mano para que entrara y pasándose la otra por el pelo.
Los
ojos de Pilar se perdieron en una atmósfera de claroscuros. Una sola lámpara
encendida. Cuadros, grandes cuadros en las paredes. Libros y objetos por todas
partes. Un amplio sofá de cuero. Ceniceros repletos de colillas. Revistas, vasos,
bolsas de comida.
—No
esperaba a nadie, lo siento —se excusó el presidente de la comunidad.
Pilar
dijo que no pasaba nada, que su hogar parecía cómodo y agradable. Él sonrió y
le pidió que se sentara. Se sentaron y, luego de dos o tres frases de rigor en
el inicio de toda conversación, Pilar fue al grano. Quería saber más de aquella
proposición, de lo que habían hablado unos días después de la muerte de su
marido, hacía un par de años.
—Fotos,
me acuerdo que usted mencionó algo de una sesión de fotos. ¿Qué tipo de fotos
exactamente?
Él,
que no se imaginaba que Pilar hubiese ido a verle por ese motivo, tosió y trató
de armar en su cabeza la explicación que daría a continuación, especialmente
para convencer a Pilar y no para ahuyentarla. Era su oportunidad. Observó el
rostro pulcro de Pilar, natural, sin una pizca de maquillaje y sintió cómo
empezaban a sudarle las manos. Nada de cagarla, pensó.
—Eh…
sí, Pilar, fotos. Se paga muy bien, ¿sabes? No quise decírtelo así aquella vez,
te pido disculpas. Te vi y no pude evitarlo. Pero te soy sincero, sé que hay
miles de tíos que… pagarían por verte… es decir, tú eres… joder, eres muy
bella, Pilar, y...
—¿Como
a las actrices?
—Eh…
sí, bueno, sí, como a las actrices, sólo que… bueno, tendría que ser más bien con
poca ropa o… sin ella… —dijo, con cierta solemnidad y apresurándose a recalcar—:
¡sólo por verte! Incluso, tratándose de ti, el pago sería por adelantado.
Él
intentó fijar su mirada en la de Pilar. Ella la evitó y suspiró incómodamente.
—¿En
serio? ¿Yo? Bueno, es que verá…
—¡Hoy
mismo, Pilar, hoy mismo! Te doy el primer pago, si quieres, y bueno, te lo
piensas y vamos viendo cómo organizarnos, sin prisas, ¿te parece?
—Pero
es que… ¿Yo? ¿En paños menores? —habló mientras él se ponía de pie, abría un
cajón y rebuscaba entre papeles y sobres.
Pilar
no se imaginaba posando desnuda, pero pensaba en su hijo y si eran sólo unas
fotos, qué más daba, en el fondo, no parecía nada de otro mundo. Aún no podía
entender que a su edad, su cuerpo fuese objeto de deseo. Le parecía una idea
surrealista, exagerada. Mientras hablaban, él se encargó de que entendiera la
diferencia. Sí, había una diferencia. La diferencia consistía en los vientres
abultados, la celulitis, las varices, los tobillos gordos, las callosidades, la
calvicie, los michelines, las arrugas, las canas, las papadas, las bolsas
debajo de los ojos, los culos deformes, las pechos caídos, la flacidez, la
grasa de más, los lunares, el bigotillo, las verrugas que la mayoría de mujeres
y madres de su edad tenían y ella simple y sencillamente no. Excepto unas casi
imperceptibles patas de gallo y un poco de piel extra en su cuello, su cuerpo
era perfecto. Sus rasgos eran de una mujer madura, pero nada parecía indicar
vejez, deterioro.
El
tiempo había pasado sin dejar huella y había que estar ciego para no darse
cuenta. Cualquiera, en una situación un tanto comprometedora o incómoda,
tendría la boca seca, sudaría, tartamudearía por los nervios; ella seguía
intacta. Su metabolismo y su cuerpo eran envidiables. La diferencia entre Pilar
y las celebridades entradas en años e inmortalizadas por la prensa del corazón
y por la fama eran las operaciones, los regímenes, los ejercicios, los
tratamientos, los embustes del Photoshop y el maquillaje, esos productos de
belleza de alta gama, carísimos. Ella nunca había necesitado nada de eso. Se
había conservado, a pesar del embarazo de Manuel, a pesar de entregarle sus
mejores años.
—No
soy tonta, presidente —habló a la vez que rechazaba el vaso de leche que ella
misma le había pedido—. Usted no es mi tipo. Además, no tengo contemplado
entregarle mi flor a ningún primate ni tampoco… —y siguió explicando sus
negativas, como si lo estuviese escribiendo en su diario. Le contó del acoso
sexual en los trabajos que había tenido. Sus jefes, sus compañeros, sus primos
lejanos. No respetaban el anillo de casada ni su falta de interés en
conversaciones salidas de tono. Estaba harta.
Él
la escuchó, fingió comprensión y luego la interrumpió para decirle dos cosas:
que no quería acostarse con ella y que se trataba de un negocio, nada más, como
vender tabaco en un estanco o construir casas.
—Mira
mi piso —le dijo—, ¿no notas la diferencia?
Con
mil euros en metálico de adelanto sobre la mesa del salón y un repaso de lo que
Pilar estaría dispuesta a hacer y no hacer, llegaron a un acuerdo. El piso de
Ramón estaba disponible y ella tenía las llaves. ¿Acaso los presidentes no entreveían
el futuro?
—Yo
me encargo de todo —le dijo, entregándole el sobre—, conozco el horario de
entrada y salida de los vecinos, créeme.
Limpiaría
y acondicionaría. Instalaría cámaras, algunos focos y trabajarían tres días por
la mañana. Mi retoño verá la luz, por fin, pensó Pilar la noche antes de
su primer día de trabajo, desnuda, sobre su cama, reconociendo su cuerpo,
intentando hacerse a la idea de que, además de un templo (así lo veía ella),
era carne. Por la mañana, sin embargo, cuando cruzó la puerta del 3C y él se
atrevió a darle dos besos de saludo, supo que aquello iba más allá de unas
simples fotos y ya no pudo, o ya no quiso echarse para atrás.
Rafael Romero. Aunque reside en Madrid, nació
en Guatemala, en 1978. Su tesis Léxico, identidad e ideología guatemalteca
en La Puerta del Cielo y otras puertas, de Luis de Lión, con la cual obtuvo
la Licenciatura en Letras (USAC) recibió el grado honorífico de Cum Laude.
Ha realizado estudios de Narrativa en la Escuela de Letras de Madrid y sus textos
han aparecido en revistas como La Ermita, Luna Park, Las afinidades electivas,
Letralia, Literatura libre, Culturamas, Almiar, El coloquio de los
perros, Impracabeza, entre otras. Creador de la revista Te prometo
anarquía en donde recoge propuestas literarias y artísticas emergentes de
Guatemala. Ha publicado la novela breve El elegido (Bukok, 2011), Génesis
y encierro (Cultura, 2011), relatos, y Distensión del ansia
(Alambique, 2011), poesía. Sus poemarios Explotarás conmigo y El
convoy en el que habito se desplaza entre tinieblas están en procesos
editoriales. Este relato ha sido extraído de Lo más profundo que hay en mí
está en la superficie, libro en el que trabaja actualmente. Sus blogs: Epifanía
doméstica de la nostalgia pura y Catecismo.
Aquí puede descargar en formato pdf: La Diferencia de Rafael Romero
Síga las publicaciones y comentarios de la Convocatoria Permanente de Narrativa en Facebook
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